Las heridas de Mala Strana
LAS IMÁGENES de Mala Strana inundada nos llevarían a detenernos en esos rincones encantadores, en esas misteriosas a la vez que familiares callejuelas por las que ha pasado tanta historia y tanta poesía y a hablar del desaliento que se siente al pensar que esas caras del mundo puedan ser desfiguradas. Sin embargo, abandonarse a esos sentimientos sería también cruel, porque frente a las catástrofes no existen lugares - y todavía menos, personas- más o menos dignos de lástima y solidaridad; el drama de cada individuo que pierde la vida o la casa, aunque sean anónimas o en todo caso menos conocidas que las de Kafka, no es menos grave que la destrucción de vidas y monumentos ilustres. Naturalmente, ello no impide que la idea de una Praga herida nos encoja el corazón.
Los desastres naturales como el que ha devastando a varios países sugieren fácilmente dos actitudes, ambas falsas. Por una parte el complacido énfasis apocalíptico de los fundamentalistas de la ecología, dispuestos a ver en cada elemento y aspecto de la sociedad moderna una amenaza fatal a la naturaleza y en todo progreso tecnológico un factor de una segura y próxima destrucción de la humanidad y, por tanto, se alegran de cualquier catástrofe que confirme o parezca confirmar las más lúgubres previsiones.
Así, en su época, muchos, satisfechos, encontraban en el naufragio del Titanic una amonestación a la soberbia humana. Por otra parte está el precipitado optimismo de algunos científicos, preocupados no tanto por las desgracias que ocurren, sino por el hecho de que éstas puedan alterar la tranquila fe en el ilimitado e indudable progreso, en la capacidad de la ciencia de prever y dirigir el curso del mundo sin fallar nunca. El optimismo cientificista de quien asegura que 'todo va bien, señora marquesa', acompañando este ingenuo y fanático fideísmo con presuntuosas ostentaciones de sabiduría, es tan irracional como el catastrofismo pesimista.
Frente a estos desastres naturales hay que preguntarse, sin miedo a parecer demasiado amigos o demasiado enemigos del progreso, si efectivamente son, y hasta qué punto, consecuencia de la actividad humana, de nuestra forma de vivir, de hacer, de producir, de organizar, de explotar y agredir al medio ambiente. La naturaleza nunca está en peligro, porque todo es naturaleza, incluso los virus, las erupciones volcánicas y los elementos cuya combinación forman los gases que contaminan las calles; sin embargo, pueden encontrarse en peligro algunas especies, desde los dinosaurios hasta los hombres, cuya desaparición no perturbaría a la naturaleza, sino que perturbaría a quien desaparece.
La enseñanza que hay que sacar de los desastres es la certeza de que en cualquier sector -físico, político, económico- todo puede ocurrir, aunque a nosotros nos guste alegre y tontamente estar seguros de que nuestro mundo nunca podrá derrumbarse, igual que estamos seguros, cuando adelantamos en una curva, de que no seremos víctimas de un accidente mortal. Lo malo es que incluso quien lo ha sufrido pensaba así, hasta unos segundos antes. El mundo, dice un dicho judío, se puede destruir de la noche a la mañana; sólo si nos damos cuenta de ello concretamente, físicamente, y actuamos en consecuencia, podremos evitarlo.
Entre espera del Apocalipsis y fe ciega en el progreso.
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