La clave está en el corazón
Cerca de 2.000 millones de personas presenciaron el partido decisivo de la Copa del Mundo de fútbol en 1998 y la audiencia acumulada en la fase final fue de 37.000 millones. Ningún suceso, del orden que sea, religioso, político o cultural, excepción hecha de una guerra mundial o un ataque marciano, convoca a tanta gente y a la vez. El deporte fue hasta el periodo entre las dos guerras mundiales un fenómeno marginal y se promovía, aunque cueste creerlo, con el objetivo principal de la formación moral.
Ahora es un fenómeno masivo y ha dejado, además, de ser sólo deporte. Porque ¿puede alguien creer que si el fútbol fuera sólo fútbol poseería tanto poder?
Los sociólogos, los psicólogos, los antropólogos han explicado la interacción entre la tribu y su equipo, la importancia de la metáfora belicista del juego y la manera como las naciones, las pedanías o las ciudades se sienten representadas por la bandera de la selección o el club. También, en la medida en que el fútbol es un suceso vivo sin guión previo como el cine y sin desarrollo tan previsible como una carrera de fórmula 1, su estampa refleja mejor lo que pasa en la realidad.
El fútbol se apodera de nosotros porque es injusto, angustioso y aburrido, como la cotidianidad. Y sorprendente también como ella. Lejos de apartarnos de la vida, el fútbol nos da vida. Y muerte. Nos da prácticamente todo lo que se puede pedir. ¿Cómo no iban a explotarlo los políticos, los empresarios, las marcas?
Hasta ahora apenas los dictadores se habían percatado de su fuerza, pero ahora, el presidente de una empresa o el primer ministro de cualquier país democrático trata de que se le fotografíe como hincha. Ser un hincha más es ser como el pueblo o como todo el mundo. Hace apenas una década habría asombrado que el presidente del Real Madrid hablara del Madrid como una marca semejante a Walt Disney, pero ahora nadie se escandaliza por ello. En primer lugar, porque el mundo se ha puerilizado al compás de haberse instruido en el consumo de entretenimiento, y en segundo lugar, porque Disney tiene muchísimo poder. 'El Real Madrid es como Walt Disney, pero sin explotar', declaró Florentino Pérez a La Actualidad Económica a finales de 2001, queriendo expresar varias cosas. Una, que era en la actualidad algo tan importante como Disney, y dos, que podría explotarse como una marca de primera. El Manchester empezó a convertirse en lo que es, con ingresos de 32.000 millones de pesetas en 2.000 (el doble que el Real Madrid), sin ser necesariamente 'el equipo del siglo'. Comenzó a conquistar su mística desde su trágico accidente aéreo en 1958 y acogió para sí, a través de la ciudad, la mitología liberadora, romántica y subversiva de los años sesenta gracias, en buena medida, a George Best, el primer futbolista que traspasó el césped para llegar a la cultura pop.
Actualmente, la marca Man U (Manchester United) se ha extendido a una clase de ketchup, a osos de peluche, a relojes, y se han abierto establecimientos con todo su merchandising en puntos tan distantes como Suráfrica o Malaisia. ¿Podría hacer lo mismo una selección? Puede hacerlo, en efecto, en Brasil, Alemania, Argentina. Pero puede hacerlo como lo haría un club. Es decir, teniendo en cuenta en su explotación que nunca será lo mismo una sociedad anónima que una sociedad de hinchas.
El banco de inversiones Salomon Brothers, que en 1997 estudió la incorporación del espectáculo deportivo al mundo de los negocios, advirtió sobre la importante 'relación irracional' que mantiene el hincha con su equipo y que haría fracasar, de no ser tenida en cuenta, cualquier estrategia comercial. La clave está en el corazón. En el corazón de la afición que alimenta de poder simbólico al equipo. Esta gran verdad, compartida por el pueblo, se elevó a dogma en la Conference Governance of Professional Football, celebrada en Londres en febrero de 1999, y dio origen a la noción de fanequity. La fanequity, o 'acción-hincha', sube o baja en función no sólo de los ingresos del club, sino debido a otras variables intangibles, como el amor, la fe, la ilusión, el sueño, que son su poderoso caudal. ¿Deja de ser alguien seguidor del Atlético de Madrid porque pase dos años en Segunda? ¿Se dejará de animar a la selección nacional en la próxima Eurocopa? Claro que no. La ventaja de un club o de una selección sobre cualquier otra firma es que, aunque falle el resultado y baje la fanequity, el fanatismo no termina nunca, porque de otra manera, hundida Enron, hundida WorldCom, hundidos por el linier Michael Ragoonath, ¿en qué íbamos a creer?
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