En Corea, tampoco
España se despidió ayer del Mundial de fútbol perdiendo a los penaltis con el equipo anfitrión, Corea del Sur. Perdió con dignidad, esfuerzo, con poca suerte, pero también sin brillantez. Ahora vendrán los patriotas deportivos a contarnos que fue culpa del árbitro, que la fortuna nos dio la espalda y que merecíamos mucho más. Y hasta pueden tener alguna esquirla de razón, pero eso es irrelevante. España ha quedado entre los ocho primeros del Mundial, que es su nivel, aunque no necesariamente en el orden ni con la nómina actuales. Estamos donde estamos y los males, que los hay, son otros.
El seleccionador, José Antonio Camacho, ha fabricado una selección a su imagen y semejanza. Tesón, pelea, seriedad, pero también, sobre todo como ayer cuando falta Raúl, carencia de autoridad. Lo diametralmente opuesto a Brasil, que gana partidos sólo por autoridad, como si no concibiera que pudiera perder; y España, ante Irlanda y, en menor medida, ante Corea, no ganó, al menos en parte, porque no estaba suficientemente convencida de su superioridad.
España, por envergadura de fútbol, salarios de jugadores y repercusión mediático-deportiva de su Liga, tiene que salir a vencer con tal convicción que ni 43.194 gargantas enfervorizadas, 11 coreanos poseídos de frenesí atlético-futbolístico, la calidad de su entrenador, Guus Hiddink, o el ojo torpe de los árbitros puedan impedirlo. Todo lo que no sea eso -que en Italia se interroguen como quieran sobre su derrota ante el equipo asiático y sigan despidiendo jugadores coreanos- significa que nuestro equipo es menos profesional de lo que debiera ser, entendiendo por ello mucho más que pundonor y juego a ratos de alguna calidad.
Camacho representa, con todo, un adelanto sobre aquel monumento a la racanería que era su antecesor,Javier Clemente. Pero habrá que esperar otros cuatro años para ver siquiera de igualar nuestra mejor clasificación de un Mundial, las semifinales de Río, 1950. Porque esta vez Corea tampoco pudo ser.
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