Sin perdón

Pasan los años y la selección española desfallece irremediablemente en cada campeonato a la que alcanza los cuartos de final. Por una cosa u otra, no encuentra la manera de revertir la historia ni aun cuando el torneo le invite a subirse al podio, como era el caso, ya fuera por un calendario muy benigno, por el talento de sus futbolistas, por la inferioridad manifiesta de sus contrarios o, simplemente, por inercia.
Jornada tras jornada, daba la sensación de que no habrá en la vida una Copa del Mundo tan a medida para España como la presente, de ahí que la perplejidad por el adiós sea mayor que de costumbre. Se diga lo que se diga hoy, con el paso del tiempo el partido frente a Corea del Sur aparecerá en los libros como una derrota sonrojante más que injusta: por el resultado, por quedarse a cero, por incapaces.
La selección se aflojó de nuevo en un partido que, más que nada, separa los ganadores de los perdedores, y para el caso vale como ejemplo la victoria de Alemania sobre Estados Unidos.
Al igual que en otros campeonatos, el equipo español encontrará consuelo, por no decir coartada, en muchos factores. Más que nunca, si se quiere. El arbitraje, para empezar. El colegiado y sus ayudantes le negaron reiteradamente el gol, pues, a la que la pelota sobrevolaba el área surcoreana, el egipcio Al Ghandur pitaba peligro, como se dice en el argot, o los linieres levantaban la bandera.
También podrá lamentarse, con todas las de la ley, de que le faltó su jugador bandera, con todo lo que significa Raúl, competitivo como pocos, más puesto en la faena que nunca -incluso desde el banquillo-, siempre desequilibrante. Por un momento, en el segundo tramo del primer tiempo, la selección se puso a funcionar más o menos, pareció que había madurado a conciencia el partido, dio la sensación de que el gol podría caer en cualquier jugada y fue entonces cuando echó de menos el punto y final: Raúl.
La suerte le fue igualmente esquiva desde el primer penalti, cuando se descubrió que Casillas tenía el vientre agujereado y, por tanto, que de nada le valdrían las piernas y los puños.
Hay, pues, motivos de sobra para desentenderse de la derrota en el partido de ayer, pero no hay nada que sirva para disculpar la salida española del Mundial, un adiós que se veía venir cada vez que un partido se trababa y se jugaba con elementos incontrolables como el factor campo, los árbitros, el azar y todas esas cosas. Aquí no hay excusa que valga. A Camacho se le fue de las manos otro encuentro que planteó bien y corrigió mal, con la diferencia de que en esta ocasión no encontró remedio en el portero.
El seleccionador pareció acertar en la alineación, sobre todo al abrir la banda derecha con Joaquín y liberar a Baraja y Valerón con Helguera de centrocampista una vez que Nadal regresó como segundo central. Pero, a la que tuvo que cargar la máquina, acelerar un partido que pintaba más cómodo que cualquier otro, ir a por la victoria, Camacho se espantó, por no decir que se rajó, y cambió a peor.
Pieza por pieza, el equipo salió perdiendo en ofensiva, en agresividad, en calidad -que no en mando, pues Xavi sustituyó bien al lesionado Helguera-, y se entregó a un final ingobernable después de un entretiempo contemporizador. El técnico no hizo nada para evitar que el conjunto se jugara la vida en la ruleta rusa y muriera con la misma miseria y excusa que Italia, falto de grandeza, de autoridad futbolística, de autocrítica, de complicidad y de comprensión.
Nadie se apiadará de España porque nunca se portó como un gran equipo, no ofreció un partido completo y no compitió con nadie. Tal y como iba el Mundial, la selección sólo corría un riesgo: no se le pedía que jugara, sino que ganara porque en el triunfo estaba un éxito sin precedentes, de ahí que a la primera derrota se cayera el castillo de naipes. Por eso España se carga de razón cuando se justifica por la derrota ante Corea del Sur, pero su eliminación no tiene perdón. Esta vez, precisamente menos que nunca.
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