Luminosas puertas de un infierno
Mohsen Makhmalbaf es uno de los creadores de la escuela, o lo que sea, de Teherán, nido iraní de reinventores del cine que, desde hace dos décadas, de espaldas a toda componenda con el comercio mayorista de películas, propone un ascético rescate desde el fondo de la irrenunciable e inextinguible pasión realista de la cámara, de la misteriosa capacidad de ésta para atravesar la piel de la identidad de las cosas mirándolas de frente.
La turbadora historia -más representada ritualmente que narrada, y de ahí procede la resistencia que le oponen quienes niegan el acceso de la tragedia en estado puro a la pantalla- de Kandahar es un suceso verídico, ocurrido hace dos años a una mujer afgana exiliada que atravesó, escondida detrás de la cárcel íntima de un burka, la desértica frontera entre Irán y el Afganistán de los talibanes, en busca de su hermana, inválida por la mutilación que le causó una mina, y de la que había recibido una carta anunciando que se suicidaría antes del eclipse de sol que precedió al nacimiento del siglo XXI.
KANDAHAR
Dirección y guión: Mohsen Makhmalbaf. Fotografía: Ebrahim Ghafouri. Música: Mohamed Reza Darvishi. Intérpretes: Niloufar Pazira, Hasan Tantaï, Sadoy Teymouri, Hayatalah Hakimi. Género: drama.Irán, 2001. Duración: 85 minutos.
La mujer atravesó la frontera afgana e inició un aterrador y enloquecido viaje a pie, sin tregua ni respiro, por el sur de Afganistán en busca de Kandahar, la ciudad donde su hermana buscaba la muerte. El infernal itinerario y el universo mutilado y errante que se encontró allí es representado por Makhmalbaf con una luminosidad cegadora, una materia cinematográfica real, estrictamente verídica, pero a la que se tiene la tentación de ver iluminada con luz procedente del mismísimo infierno. Y algo de ese recurso metafórico al Averno destila la imagen de Makhmalbaf, una rara, casi desconcertante conjugación de documento y poema, de realidad y surrealidad.
Del roce y del choque entre una y otra dimensión de la imagen, de la paradoja de lo real convertido en surreal por el proceso de inversión de formas a que conduce la disparatada, enorme tragedia colectiva atrapada simbólicamente por la cámara, se deduce un filme incatalogable, que quedará en la memoria del cine moderno como radiografía involuntaria y premonitoria del derrumbe del Afganistán de la demencia talibán y del, hoy en pleno estruendo, enésimo apocalypse now que se desprende de esta nueva bestialidad histórica.
La potencia trágica de la metáfora y el vigor documental sobre la vida, o la muerte en vida, de la mujer afgana invitan a situarse ante esta película con una disposición de ánimo y desde una angulación de la mirada que poco, o nada, tiene que ver con la que requiere la visión de una película convencional. Las feroces, a veces hirientes y sardónicas imágenes del mundo del desierto, y las de la desolación, la mutilación, la miseria y el desarraigo absolutos con que se amasa la trágica secuencia de Kandahar no tienen precedentes, y de ahí que desconcierten, como lo hace su rara capacidad de augurio y su ruda, cortante, ambivalencia, ese horror que de pronto se hace humor, esa tragedia de la que repentinamente brota un destello de comedia, esa sequedad que de improviso se vuelve frondosa ternura, esa metáfora que inesperadamente se hace piedra, documento.
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