Valores
Por lo visto, esta temporada se lleva el neodespotismo ilustrado. En apenas un par de días, han coincidido en los periódicos tres noticias que contaban cómo, para combatir la desidia de algunos padres, los poderes públicos están dispuestos a ejercer subsidiariamente la paternidad.
Un concejal de IU de Huelva ha propuesto iniciar el Programa Despertador, una iniciativa que pretende animar a los niños a acudir a las aulas y, si es necesario, acompañarles desde su casa. Así se pretende disminuir el absentismo escolar en barriadas deprimidas.
Más enérgica, la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía ha decidido poner los casos más llamativos de absentismo en manos de la Fiscalía, que podría decidir la retirada de la tutela paterna.
La tercera noticia estaba fechada muy lejos, en Agüimes (Gran Canaria). El Ayuntamiento de esta ciudad ha decidido decretar un toque de queda que prohibirá salir a la calle, después de las once de la noche, a los escolares que tengan obligación de ir a clase al día siguiente.
El deterioro de la convivencia en las aulas es una realidad que, en mayor o en menor medida, se vive en todo el mundo. Pero cualquiera que tenga amigos en la enseñanza sabrá que en España el asunto tiene características propias: aquí los profesores no temen a los alumnos, sino a los padres de los alumnos.
En países más desarrollados, la mayor parte de la población sigue considerando la importancia de valores como el conocimiento o la cultura. En este país, en el que se acuñó el refrán de 'pasa más hambre que un maestro de escuela', la enseñanza es para buen número de padres un engorro, un tiempo perdido que retrasa la incorporación a la vida laboral y prolonga artificialmente la niñez. El que la enseñanza sea a la vez obligatoria y gratuita despierta suspicacias: lo obligatorio o gratuito no suele tener buena fama.
No cabe duda de que los autores de la LOGSE tenían una visión excesivamente optimista del devenir histórico. Pensaban, quizá, que bastaría una ley para dar lustre a valores que nunca fueron adorados en un país como éste, que se pasó parte del siglo XIX gritando 'vivan las caenas'.
Visto que no hay manera de convencer a muchos padres sobre lo benéficos que son esos valores, no queda más remedio que suplantarles: a través de un bienintencionado servicio de despertador, o de un toque de queda o, en última instancia, retirándoles la tutela de sus hijos.
Como medidas de urgencia quizá no estén mal, pero convendría intentar, también, convencer a la ciudadanía de que la cultura y el conocimiento no son métodos de tortura, sino valores aceptados universalmente. Para ello, los líderes políticos -cada día más zafios- tendrían que dar ejemplo, aunque lo que les apetezca sea dar caña.
Esos valores deberían de ser, además, divulgados por los instrumentos que influyen sobre la sociedad. Especialmente, por la televisión -pública, incluida-, que es en esta tierra una apología sin fin del analfabetismo funcional. Un Gobierno que no se esfuerce por fomentar y extender el conocimiento y la cultura difícilmente -y sólo como burla- podrá calificarse de progresista.
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