Después de tantos años
Que Manuel Iborra siente, igual que su hermano Juan Luis -recuérdese su reciente Tiempos de azúcar-, una especial querencia por el melodrama, con más precisión el ambientado en el seno de una familia, lo prueba buena parte de su producción anterior: El tiempo de la felicidad o Pepe Guindo. Y que se siente cómodo trabajando en un registro incluso un poco añejo, también: mucho de ello había en sus películas anteriores, y no renuncia a nada tampoco en ésta, un emotivo conjunto de momentos en la vida de dos hermanas que se quieren entrañablemente, aunque a veces la clave para entender a la otra no parece al alcance de su singular pariente.
Tiene Clara y Elena, pues, el aire de una women's picture, aquel viejo género en el que la Warner se demostró excelsa, y que Iborra rememora apoyándose en dos pilares básicos: uno, en la limpieza con la que juega con el registro dramático. La vivencia mostrada sin tapujos, no necesariamente con la voluntad de hacer llorar a cualquier coste -hay momentos de una enternecedora sencillez en el dolor: véase el reencuentro entre Verónica Forqué y su insensible, más bien estúpido, marido-, sino siguiendo la misma lógica de la vida, imprevisible, tremenda en sus zarpazos.
CLARA Y ELENA
Director: Manuel Iborra. Intérpretes: Carmen Maura, Verónica Forqué, Jorge Sanz, Alexis Valdés. Género: melodrama, España, 2001. Duración: 100 minutos.
El otro, el que ha servido siempre como bastión imprescindible de este tipo de películas: el trabajo de unas actrices que llevan sobre sus espaldas virtualmente todo, desde la identificación del espectador hasta el avance mismo de la trama. Y aquí el dúo protagonista se luce: Forqué está en su registro habitual y Maura, como nos tiene acostumbrados, borda su personaje de hermana un poco alocada, siempre de viaje, pero también dotada de un singular olfato para el prójimo. Es posible que su aire un poco antañón y su (necesaria) sentimentalidad dejen frío al personal posmoderno; pero seguramente lo agradecerán los espectadores para quienes dejar correr una lagrimita no resulta nunca un gasto excesivo.
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