Curso

Una parte no prescindible de la población se dedica profesionalmente a la enseñanza. Es ésta una actividad que gozó de gran predicamento entre la gente sencilla, y todavía queda un puñado de novelistas y poetas que, de vez en cuando, canta la memoria de un viejo maestro, sabio, benéfico, y obligadamente republicano. Aquéllos eran tiempos en los que la enseñanza tenía una función indiscutida. Si el alumno era despierto, trabajador, disciplinado y obediente, podía luchar para conseguir un mejor destino que el de sus padres. La enseñanza era una Escala de Jacob.
Las cosas han cambiado. Casi nadie cree que un hijo actual vaya a tener oportunidades mejores que las de sus padres, por no hablar de los abuelos, los cuales parecen haberse quedado con el país entero como botín. Y si acaso alguien de corazón bondadoso se obligara a creerlo, no sabría cómo encomendar a su hijo cosas hoy tan infames como el razonamiento, el esfuerzo o la disciplina, por no mencionar el respeto al maestro, signos, todos ellos, de personalidad paranoica y facha. De modo que los maestros y profesores no tienen ni idea de para qué trabajan en tan arcaica actividad, ni cómo deberían comportarse en las actuales circunstancias, o si acaso podrían ser más útiles a la sociedad si se suicidaran. A la vista del trato que reciben, se diría que una parte del Gobierno así lo cree.
De modo que, en estos días en los que fatalmente y sin remedio todas las cadenas de TV van a repetir hasta la náusea la entrada de niños en el colegio, de adolescentes en el instituto y de jóvenes en la universidad, los de la enseñanza agradecerían una imagen, sólo una, por caridad.
La profesora juntando cartapacios antes de salir de casa. Su familia que la despide como si marchara a la guerra, el esposo con una criatura en brazos, la abuela enjugándose con el paño de cocina. La profesora cuando entra en el colegio, instituto o facultad, y alza la mirada al cielo incorruptible pidiendo clemencia. Las amargas lágrimas que derrama. Mucho más amargas que las del inevitable niño y su no menos inevitable bendita madre. Por una vez, que el distinguido público vea llorar a los maestros.
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