Pensiones mixtas
El debate sobre la reforma del sistema de pensiones en España se reactiva esporádicamente con motivo de algún informe, declaración o reunión del Pacto de Toledo. Esta vez ha sido la OCDE la que ha recordado la necesidad, o mejor, la urgencia, de que se reforme el modelo público de pensiones en busca de un sistema mixto que incluya de forma obligatoria una parte de los planes privados de pensiones. Es de justicia recordar que las afirmaciones de la OCDE no son nuevas, que varias instituciones y economistas españoles han desarrollado amplios estudios durante las últimas décadas y que las orientaciones genéricas que se ofrecen coinciden en sus formulaciones básicas.
La OCDE parte de la hipótesis de que el envejecimiento de la población española agobiará el sistema público a partir del año 2025. El argumento ya se utilizó en los años setenta y ochenta para advertir que la quiebra del sistema era cuestión de una o dos décadas. Las profecías catastrofistas no se han cumplido y lo más verosímil es que las extrapolaciones que se hacen para el primer cuarto de siglo XXI también sean un fiasco. La solidez de un sistema de pensiones no depende tan sólo de la demografía o del número de cotizantes, sino, en primer lugar, de la voluntad política de los Gobiernos de pagar las pensiones con ingresos fiscales o sociales. Por el momento, esa voluntad, relacionada muy estrechamente con los votos, está lejos de extinguirse.
Extrapolaciones al margen, el modelo mixto de pensiones es razonable y garantiza mejor el sistema de protección que el de financiación estrictamente de reparto. Un esquema aceptable sería reducir parte de la cotización de los trabajadores a la Seguridad Social y desviar lo detraído hacia el sistema de pensiones o seguros de capitalización. Que ese desvío sea obligatorio no es una imposición excesiva teniendo en cuenta que si esa parte no aportada al sistema público se destina al gasto inmediato se corre el riesgo de reclamaciones futuras al Estado en busca de pensiones más altas. El dinero aportado a los fondos de capitalización tiene, según la estadística histórica, una rentabilidad mayor que la que ofrece la fórmula de reparto, de manera que por esta vía se consolidaría la salud financiera del sistema.
Este modelo no es teórico; ya se ha aplicado en Alemania, por ejemplo, donde se han desviado cuatro puntos de cotización a la capitalización privada. Pero plantea dificultades inmediatas. La más importante es que durante cierto tiempo el Estado tiene que pagar el mismo volumen de pensiones con ingresos decrecientes en la parte proporcional en que se reduzcan las cotizaciones. El problema coyuntural puede resolverse con otros impuestos adicionales, la ampliación del fondo de reserva u otras aplicaciones fiscales. También parece razonable complementar las aportaciones de financiación privada con un alargamiento del periodo de cómputo para calcular la pensión, el aumento del número de años de cotización para tener derecho a ella en su totalidad (ahora son 35 años en España), el aplazamiento de la jubilación y la posibilidad de acumular salario y pensión a partir de los 64 años.
La reforma del sistema de pensiones es uno de los cambios estructurales que requiere la economía española, y probablemente el que más influirá en la estabilidad financiera y social durante los próximos años. Pero sólo será posible cuando exista un cierto grado de acuerdo político y técnico sobre sus líneas maestras. Las promesas imposibles de quien no quiere cambio alguno, o la retórica grandilocuente de quienes pretenden privatizar el sistema de pensiones, no sirven para trabajar con la realidad. La falsifican.
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