Pasión y muerte
Panorama desde un puente es una obra de 1955 de quien era ya un gran autor mundial, reconocido por Muerte de un viajante, Todos eran mis hijos... Se representó en España en su momento, en varias direcciones y con distintos repartos, y la vimos en el cine con Raf Vallone.
Tenía los duros valores de la vida de los inmigrantes en Nueva York -el puente es el de Brooklyn- y estaba, como había empezado a ser el teatro americano real -hasta antes de O'Neill dominaba el teatro europeo por compañías inglesas- muy directamente tomado del ideario grecorromano. Ésta es una comedia de amor incestuoso que a muchos recordaba en su nueva versión La malquerida, de Benavente. Puede ser así, pero más conciso, con un lenguaje concreto y directo, sin circunloquios; pero también con un permanente fondo social y con otra acción que quizá sea más importante: la tragedia de la migración, la denuncia por celos, el desprecio, el encuentro entre los inmigrantes asentados ya, aunque sea difícil y pobremente, y los clandestinos que llegan: la dura estructura policiaca americana, el trabajo en los muelles, ese lenguaje, por cierto, se debe ahora a Eduardo Mendoza, que ha sometido el suyo propio, tan bello y justo, a la lealtad del idioma que traduce, y le ha dado el valor actual del drama.
Mendoza es también autor de teatro, aunque poco representado -¿por qué?-, y tiene esa capacidad de adaptar el idioma a la escena sin perder la realidad, la calidad del castellano y el respeto al inglés americano del que traduce.
Panorama es una obra maestra. Quizá en esta representación falte algo de la realidad original: las camisetas sudadas, el calor, el olor a cuerpos y a pasión, la sexualidad de la muchacha - Yaël Barbatán, que va avanzando en su carrera y a quien vendría mejor dejar papeles infantilizados-, el clima italiano que buscó precisamente Miller para sacarlo de la supuesta frialdad anglosajona y permitir el grito y lo desmedido. Hay demasiado orden en el escenario -bello, teatral- de Andrea D'Odorico.
Pero hay fuerza en la interpretación. Helio Pedregal hace el mejor papel de su vida: hasta ahora. Está fuerte, ingenuo, celoso, ilusionado, duro: es la mejor voz de escena, y sus diálogos con Chema Muñoz -el abogado que es al mismo tiempo el comentarista, el narrador, según una costumbre de la época- y con Ana Marzoa cobran fuerza y valor. Hay dos buenos valores en los mozos que llegan de fuera, en el raro Iván Herreros y en Israel Frías, que mantiene una verdadera italianidad de justicia y venganza populares, sobria y fuerte.
El público lo tomó con entusiasmo. En sus ovaciones finales estableció el baremo de las preferencias, bastante ajustadas a la realidad, y se desbordó con Miguel Narros, que tiene durante toda su vida un público que va sucediéndose en generaciones jóvenes y grita y jubilea a su presencia, reconociendo en él el gran maestro de la dirección de escena.
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