Lectores sin libros
Al parecer, el señor Bush no lee libros, según transmite la prensa. No; no lee libros, lo cual no significa que no lea. Es de suponer que leerá sus cuentas bancarias, el periódico de Austin, los resúmenes de otros diarios y alguna que otra vez les echará un vistazo a las peticiones de indultos de penas de muerte que llegan abundantemente a su despacho y se estrellan en su coraza de tejano justiciero y como hace falta. A lo mejor, si leyera algún libro, habría concedido algún indulto, aunque nunca se sabe. ¿Habrá que recordar al buen nazi, padre de familia ejemplar y entusiasta de Mozart que, al llegar por las mañanas al campo de concentración, daba órdenes de que las duchas comenzaran a funcionar? Podríamos recordarlo, desde luego, aunque Clinton, fiel lector de Faulkner, se desayunó con alguna pena de muerte cuando estuvo de gobernador en Arkansas. Ahora, al final de su mandato, ante una sentencia federal, ha eludido el bulto como ha podido y se ha quitado de en medio el visto bueno de una ejecución. Algo es algo.A lo mejor, a Bush no le hubiera desagradado alternar su apoteosis de triunfador con la última ejecución, pero ésta llegó en los días del recuento interminable, y todo junto no pudo ser. Ya tendrá alguna nueva ocasión. A su edad no va a cambiar de hábitos, y seguirá sin leer libros y mirando para otro lado cuando le pasen una nueva petición de indulto.
Uno, ya lo ha dicho, no quiere mitificar el acto de la lectura; Franco, según sus apologetas, leyó hasta La Atlántida, de Verdaguer, y le saca muchos cuerpos a Bush en esto de mandar a la gente al otro mundo. Nuestro general está en cabeza en el oficio de matarife; a su lado, Bush es un modesto aprendiz, digámoslo en honor a la verdad. Escribir "garrote y prensa" mientras desayunaba era una de sus costumbres preferidas durante la guerra. A Bush le basta con mirar para otro lado y, además, el método que se aplica en Tejas es más humano que el hispánico de los últimos ciento y pico de años. Claro que, si le hubieran dejado, Franco se habría apuntado a la inyección letal. Él creía en el efecto salvífico de la pena de muerte.
Se sabe de una monjita, que fue enfermera suya cuando lo hirieron en África, que se presentó en El Pardo para arrancarle el indulto de un condenado de buena familia a quien le dio por ser la oveja negra. Pese a la hora intempestiva en que se presentó la sor, el general la recibió, la escuchó y después le dijo que, puesto que la dicha oveja negra había confesado y comulgado, no se encontraría mejor ocasión que aquélla para enviarlo al otro mundo purificado de todas sus culpas, ante lo cual la sor, dialécticamente desarmada, inclinó la cabeza y se marchó. Bush no tiene por qué pasar por estos trances; ya basta con las elecciones que lo eligen y deseligen presidente según se cuenten y se recuenten las papeletas electorales.
De todos modos, si al final lo eligen, no es como muy reconfortante para los provincianos del imperio que, como clama cierta prensa de la hispánica provincia, sea tan impasible ante el sufrimiento de los hombres. No dudar siquiera en estas cuestiones le eriza a uno el cabello.
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