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Tribuna:CUADERNO DE TEATRO
Tribuna
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Atención: Obra maestra MARCOS ORDÓÑEZ

Marcos Ordóñez

1. Setenta años. Solness, el constructor se estrenó en España en el año 1927, en el Romea, por el Teatre Íntim de Adrià Gual, el principal abanderado de Ibsen, con Pius Daví y Maria Vila al frente del reparto. Después, silencio. No me cabe en la cabeza que hayan pasado más de 70 años sin que nadie la montara aquí de nuevo, sobre todo después del enorme éxito del espectáculo de Adrian Noble (The master builder) en el Barbican, en 1989, con John Wood y Joanne Pearce, pero, fundamentalmente, porque se trata de una obra maestra absoluta, por su profundidad, por su modernidad, por la inagotabilidad de sus sentidos. Solness, traducida directamente del noruego por Anne-Lise Cloetta y Berta Solé, y fantásticamente dirigida por Carme Portaceli en la Sala Petita del Nacional, es una fábula ambigua y enigmática, es el afinadísimo dibujo de una crisis de identidad y de culpa, es la quintaesencia de su autor (altísimo simbolismo, realidad naturalista) y un retrato del artista en decadencia; del Ibsen que, en 1889, conoce en el Tirol a Emilie Bardach, una muchacha de 18 años de la que se enamorará perdidamente ("mi sol de mayo en el septiembre de mi vida"); el Ibsen que, aclamado como un maestro, se siente vacío, agotado, y teme verse eclipsado por los nuevos dramaturgos, los emergentes Strindberg, Hamsum, Hauptmann.Solness, el constructor es, con John Gabriel Borkman, la gran obra de madurez de Ibsen, y el montaje del Nacional, una oportunidad de oro para descubrirla.

2. Vértigo. Halvard Solness (Lluís Homar) es el arquitecto que ha levantado las torres más altas de Noruega. En su madurez, Solness es famoso, es rico, tiene el reconocimiento de todos, pero para llegar a su cima artística ha debido renunciar a la vida. Ha pasado por encima de su maestro, Knut Brovik (Santi Sans), y ahora teme que le suceda a él lo mismo con el hijo de Brovik, Ragnar (Raimon Molins), al que ve como un peligroso rival. Teme a la juventud que tarde o temprano "llamará a la puerta"; mantiene esclavizado a Ragnar y a la joven Kaja (Tilda Espluga), perdidamente enamorada de él. Junto a Solnes, pero no con Solness, en una casa que la escenógrafa Montse Amenós ha imaginado como un palacio de hielo, vive Aline (Lina Lambert), su esposa, otra muerta en vida, con la que apenas cruza unas palabras cada día. Cuando comienza la obra, Solness le confiesa al doctor Herdal (Pep Planas) que teme estar perdiendo la razón; se siente vacío, y su comportamiento oscila entre los arrebatos de cólera y la negritud de un pánico irracional, que le lleva a padecer ataques de vértigo. Su más reciente proyecto, su esperanza, es un delirio: una casa nueva, rematada por un alto pináculo, como el de sus primeras iglesias; con tres habitaciones para los niños. El problema está en que los niños murieron en un incendio, el incendio de la casa de los padres de Aline, hará "doce o quizá trece años".

A mitad del primer acto llaman a la puerta. Llega Hilde Wangel (Mia Esteve), una amazona rubia de 20 años, que va en busca del reino que Solness le prometió cuando ella era una niña.

3. 'Flashback'. En su primera juventud, Solness había sido un creyente, un hombre religioso que levantaba iglesias "a mayor gloria de Dios". Tomándose por un instrumento divino, Solness creyó que Dios le recompensaba con un poder sobrehumano, una voluntad a toda prueba, como Gary Cooper en El manantial, de Vidor (y Ayn Rand). Pero Dios, que debe de ser un señor muy irónico, hace que la carrera de Solness despegue construyendo una nueva casa sobre las cenizas de la mansión familiar de su mujer; "a cambio", sus hijos mueren en el incendio. Desesperado, el mesiánico Solness reniega de Dios, a gritos, en lo alto de la última torre de iglesia que le construirá, en Lysanger. Una negación que presenciará la niña Hilde Wangel, fascinada por el desafío y la ira del constructor en lo alto de la torre, cuyas palabras le suenan como "un cántico de arpas en el aire". Tras proclamar que sólo construirá casas "para los seres humanos", Solness besa a la fascinada Hilda, su "princesita", y le promete volver a buscarla un día, para "construirle un reino". Después comienza el éxito, y el olvido de aquella promesa. Fin del flashback.

4. Hilde & Aline. "Decidme, constructor: ¿Estáis seguro de que no me habéis llamado?". El enigmático personaje de Hilde puede ser visto como una "creación mental", una proyección del deseo del propio Solness; como la encarnación de la fuerza y la juventud perdida -Ariel visitando al viejo Próspero, al mago que ha perdido sus poderes: "Yo soy quien mejor le conoce", dice Hilde- o como un ángel oscuro que le aboca al abismo: subir, de nuevo, a lo alto de una torre, desafiando el vértigo.

Un ángel, sin embargo, con sexo, con una sensualidad a flor de piel, una seductora con un perfil de ave rapaz, con la voracidad y la dureza de Hedda Gabler, y la pasión por la vida de Solveig, y la fuerza de Nora, que, como en una sesión psicoanalítica, planta ante Solness todos sus temores, todos sus fracasos, y reaviva sus anhelos hasta derretir -literalmente- las paredes del palacio de hielo. No sé si Jung conocía esta obra, imagino que sí; podía haber hecho con ella lo que Freud hizo con la Gradiva de Jensen. Aquí están todos los mitos fundacionales del psicoanálisis: la torre, la culpa, el vértigo, la caída, y la exaltación que precede a la caída, como en Roberto Zucco. Una vez más -como demuestra Harold Bloom en su imprescindible Shakespeare: The Invention of the Human- el mejor psicoanalista es el artista, el creador de ficciones.

Es una tentación muy atractiva interpretar a Hilde como una proyección de la torturada conciencia del constructor, de no ser porque el dramaturgo abandona, muy sabiamente, el punto de vista de Solness para ofrecernos una escena, maravillosa, en la que Hilde se encuentra con Aline, el otro gran personaje de la obra, que James Agate describió como "the dankest tank among all Ibsen's woeful cisterns"; la esposa alucinada que vive en la niebla de la culpa, y que Lina Lambert interpreta fastuosamente, como la Mary Tyrone del Largo viaje del día hacia la noche, de O'Neill, con una suprema "elegancia en el dolor", dolor que Hilde comprende y comparte, y que le impide huir con Solness, como en realidad desea. Gran escena, en la que Aline habla de la destrucción de sus nueve muñecas en el incendio para no hablar de la muerte de sus hijos: ella misma parece una muñeca rescatada de un fuego, con gestos sonámbulos y ojos de vidrio. Hilde no sólo es la fuerza perdida de Solness: también es todo lo que Aline ha dejado de ser. Si Hilde fuera Jane Eyre, Aline sería la señora Rochester, encerrada en su propia torre portátil.

5. Epifanía. No agotaremos aquí las lecturas, las capas de Solness. (Les aconsejo que, además de ver la función, compren luego el libro, editado por el Nacional, y lean la iluminadora introducción de Margarida Casacuberta). El montaje es, para mi gusto, lo mejor que ha hecho en su vida Carme Portaceli, y eso que en las últimas temporadas nos ha ofrecido trabajos de la altura de Les presidentes, Mein Kampf y el formidable Vells temps de Pinter. Los ritmos internos de la función están perfectamente trabados, y se sigue con un interés absorbente: tuve la sensación de estar, de nuevo, en el gran Lliure. Del mismo modo, Homar y Mia Esteve nunca han estado mejor. Un Homar que no abandona la escena, que lleva, por así decirlo, la obra sobre sus espaldas, que muestra una infinidad de registros, que recuerda al Omero Antonutti de El Sur y que enlaza con las mejores interpretaciones de sus últimos tiempos, superándolas: el Cotrone de Els gegants de la muntanya, el Puntila de Brecht, el Gould de Taurons, donde también tenía un portentoso mano a mano con Mia Esteve (de algún modo, la relación Homar / Esteve en Taurons podría ser una prolongación, en un universo paralelo, de la de Solness / Hilde). Mia Esteve, esa extraña criatura, está luminosa, eléctrica, seductora, inquietante; llena de intensidad y de vida; un duelo que el público sigue -seguimos- con la respiración contenida, con el silencio que rodea a los grandes trabajos. El resto del reparto -impecable Tilda Espluga, sobrios Santi Sans y Raimon Molins, y el doctor interpretado por Pep Planas, que sabe insinuar un amor secreto por Aline Solness- se ajusta como un guante a todas las tensiones internas del texto.

Sólo me falta una cosa en este montaje: La última frase de Hilde. Al final, Solness, héroe prometeico, cae, pero ha logrado conjurar su miedo a la altura, al abismo; ha vuelto a conquistar la cima: una epifanía, un gran instante de vida antes de la muerte, como en El sueño de los héroes, de Bioy Casares. Carme Portaceli ha suprimido la escena que sigue a la caída. Una escena, si se quiere, demasiado explicativa, pero que contiene la frase final de Hilde: "De tota manera, ha arribat al cim. I he sentit les arpes al aire", dice Hilde, mientras "agita el seu xal cap amunt, amb un crit exultant i salvatge": "El meu mestre... el meu mestre constructor!". Yo creo que Hilde debería estar ahí, al final, y esa frase, y el chal, y el grito. Solness: de lo mejor que el Nacional ha programado en su nueva etapa. En la sala Petita, hasta el 30 de diciembre. Corran a descubrirla.

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