Cómo se queda el cuerpo
Si hay algo que diferencia el final de unas fiestas, strictu sensu, del final de las vacaciones agosteñas es cómo se queda el cuerpo. No importa incluso que, trágicamente, ambos sucesos coincidan en el tiempo. Las fiestas siempre dejan resaca, hastío, una cierta sensación de cansancio. Sería bastante duro vivir en una fiesta permanente y seguro que no habría cuerpo ni mente capaz de sobrellevar ese estado de excepción de forma ininterrumpida. La fiesta representa el límite y después del límite llega la convalecencia, el desistimiento, la necesidad de hacer un alto en el camino. Incluso, cuando la Aste Nagusia se ha vivido de un modo especialmente intenso, el fin de la fiesta se revela como una auténtica necesidad biológica.Yo creo que cuando terminan las fiestas incluso nos invade una cierta sensación de alivio. Al fin y al cabo, la normalidad de la vida cotidiana resulta necesaria. Somos animales de costumbres y la existencia nos exige asideros sencillos, hábitos, íntimos repliegues donde todo sea más o menos previsible. La fiesta rompe con todo eso y precisamente la gracia de la ruptura está en su excepcionalidad. Pero las vacaciones representan algo muy distinto.
La vacación (el desistimiento de las obligaciones) supone por definición la sustitución de unas costumbres por otras. Si las fiestas son trajín, las vacaciones son descanso, y en el descanso es posible arrellanarse ab aeternum, dejar que la vida pase a nuestro lado sin que casi lo notemos. Durante el verano, en un hotel, en un camping, en una finca o, qué demonios, en nuestra propia casa, la realidad adopta nuevos hábitos, pero lo hace con la misma vocación de permanencia que se predica de las costumbres invernales.
Si de la fiesta se desiste, de las vacaciones nos destierran. Estoy seguro de que a nadie le costaría demasiado arrellanarse en un perpetuo agosto y prolongar sin pausa alguna esa efímera condición de rentista que proporcionan las vacaciones pagadas.
La retórica festiva exige que la despedida de Marijaia adopte tonos dolorosos, pero en el fondo la inevitabilidad del fenómeno resulta tan previsible como cualquier otra disposición del programa de fiestas (Un programa de fiestas, después de todo, no es más que una diversión reglamentada), de modo que al final unas fiestas no llegarían a cumplirse si no se clausuraran.
El verdadero dramatismo está en la terminación de las vacaciones. Ahí, sí, oh cruel destino, se desarrolla el drama. Se trata de acabar con lo que quisimos estado de permanencia, lanzar por la borda las gozosas costumbres que construimos a lo largo de cuatro o cinco semanas y asumir de nuevo los hábitos laborales, la invernal monotonía de los días que se acortan.
La fiesta se termina, pero las vacaciones también, y lo peor está en la segunda parte. Felicidades a los que aún les queden días por disfrutar.
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