Maze, el entierro de un símbolo de represión
El cierre definitivo
La cárcel de Maze se vacía. Sus inquilinos habituales, reclusos por delitos terroristas, se acogen al generoso programa de remisión de penas y abandonan en masa los bloques en forma de H del principal penal de Irlanda del Norte. De los cinco centenares de presos, lealistas y republicanos, que estaban encerrados hace dos años, cuando la firma del Acuerdo de Viernes Santo, quedan hoy menos de 100. Antes de que acabe la semana, la población de Maze será inferior a 20.Todos los presos liberados pertenecen a organizaciones armadas, como el IRA en el bando republicano o la Asociación en Defensa del Ulster en el lealista, que respetan la tregua. Sus solicitudes han sido revisadas por una comisión especial que extrajo de cada preso un compromiso inequívoco con el "fin de la guerra". La reincidencia recortará su inesperada y polémica libertad.
En los bloques quedan un puñado de presos, miembros de las disidencias republicana y lealista. Entre ellos se encuentran los tres activistas del Ejército Irlandés de Liberación Nacional (INLA) que mataron, en el interior del mismo penal, al preso lealista Billy Wright. El asesinato, en diciembre de 1997, provocó una cadena de represalias que a punto estuvieron de hacer peligrar el proceso de paz.
Meses después, la entrada en el recinto de Mo Mowlam, ex ministra británica de Irlanda del Norte, con el objetivo de conversar con los presos, ayudó a encarrilar el proyecto hacia la negociación. El éxito, hasta la fecha, del proceso supone un golpe de muerte para Maze. Símbolo de represión en el pasado y escuela política en las últimas décadas, el penal cierra las puertas a finales del año, según confirmó el Gobierno británico. Se pone fin así a una historia de enfrentada convivencia que ha corrido en paralelo al conflicto irlandés. Bajo su anterior nombre, Long Kesh, funcionó como bastión de recogida y tortura de miles de católicos detenidos sin opción a juicio. Abolida esa práctica en 1975, el penal se erigió en fortaleza de la lucha contra la política del Gobierno británico. Diez presos republicanos, incluido el diputado Bobbie Sands, murieron en sendas huelgas de hambre en reclamación de unos derechos políticos que la entonces primera ministra, Margaret Thatcher, se negó a conceder.
Sus muertes condujeron, sin embargo, a la aceptación de un régimen penitenciario controlado, en la práctica, por los propios presos. Segregados por bandas armadas, sus respectivos comandantes dictaban las órdenes en sus correspondientes bloques, cuyas celdas no disponen de cerrojos internos. Estos comandantes están ya en la calle y recuerdan cómo llegaron a imponer quién entraba en cada sección e, incluso, quién llevaba a cabo la cuenta diaria de reclusos.
Para los distintos gobernadores, no había más opción que colaborar con las imposiciones de cada colectivo. El régimen funcionaba en beneficio mutuo en tanto que evitaba, al menos, la identificación de muchos carceleros.
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