Fátima
Acaba de morir, a los noventa y cuatro años, Jôao Marto en su casa de Aljustrel, donde siempre había vivido. Una trombosis. Deja cuatro hijos y diez nietos, su obra y orgullo. No tuvo escuela -"soy un campesino que no sabe leer ni escribir"-, nació carne de yugo; de niño fue pastor y de mayor, mientras pudo, alternó el cultivo de sus pocas tierras con jornales de paleta. Él, como albañil, ayudó a convertir lugares de pastoreo, la Cova de Iria, en el emporio sacro de Fátima -recordaba: "Al principio eran sólo árboles y piedras, ahora es una ciudad"- con ocho mil habitantes, 10.000 almas, centenares de negocios y cuatro millones de turistas al año. Es el milagro que pudo observar y palpar. Del otro, el de la Virgen, el año 17, nada de nada: "Yo estaba con ellos en los Valinhos, pero yo no vi nada". Eran cuatro colegas los pastorcillos de Fátima, pero Joâo no vio nada y lo eliminaron hasta de las fotos que tanto dicen.Hoy el Papa acudirá, por tercera vez, al centro neurálgico de la internacional de la reacción contra el comunismo, como Lourdes fue martillo de modernismos, al supermercado de la religión que mantuvo la dictadura de Salazar con otras dos efes: fados, fútbol y Fátima. Cuando la popularidad del franquismo bajaba hasta los sótanos, procesionaban por España la Virgen de Fátima para apuntarse al brebaje de Oliveira. No es extraño que el papa de Hitler Pío XII la viera en visiones y, agradecido, le consagrara el mundo y "todos los pueblos de Rusia". Juan Pablo II ("se me ha dado a comprender, de modo especial, el mensaje de Fátima con ocasión del hundimiento del comunismo"), hoy canonizará a Jacinta y Francisco -a su prima Lucía, con tumba reservada ya en el altar mayor, la santificará in pectore-, hermanos de Joâo, que no vio nada, que no quería ir: "Es mejor que me quede en casa con mi gente".
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