Los sonetos del cine

Todos tenemos prisa, pero en España se nota más. Quizá en España la prisa haga ruido, o es que los españoles gozamos tanto del momento anterior que al siguiente llegamos con retraso y jadeando. No conozco ningún otro país donde tanta gente entre sistemáticamente tarde a los espectáculos y tenga una semejante rapidez de evacuación de las salas. El aplauso a los cantantes de ópera suele interrumpir el amoroso arrullo del dúo final, pero, bajado el telón, recién aparecida la palabra fin en las pantallas, se produce entre el público una estampida imparable. ¿Qué pasión les espera, y en qué lugar? Cuando en los cines había complementos, nos confiábamos. Recuerdo la época en que las sesiones tenían unos preliminares casi tan largos como la película. El No-Do, el documental educativo, los anuncios, la venta de golosinas en el patio de butacas. Qué mundo tan parsimonioso. El noticiario desapareció por imperativo legal, los anuncios se ven mejor en la tele, no es fácil vender palomitas ambulantes y los documentales sobre el románico catalán eran una lata. Aquel tiempo pasado no volverá, pero diríase que lo que sí vuelve es el corto.
¿Quién no ha hecho un corto, o salido gratis en un corto, o soñado con ser personaje de corto en su vida? Más gente, me temo, de la que en las sesiones que ahora proyectan cortos llegan a tiempo de verlos. ¡Conciencia de corto! Nos hacen falta aún tantas cosas para estar al nivel de otras culturas...
Más que el tópico piadoso y seguramente cierto (el cortometraje es la escuela privada del cineasta), a mí me gusta pensar que esas películas breves, a menudo surgidas de una confabulación amistosa, son la poesía de la novela que es el cine industrial. No tanto avanzadilla de amateurs como brigada anarco que desafía -aunque sólo sea por su falta de recursos- la dictadura comercial que ha establecido que las películas duren una hora y 40 minutos y no cuatro horas y media o 38 minutos. ¿No iría usted a un cine a ver, en lugar de una comedieta americana regular, cuatro cortos de 25 minutos cada uno con su distinta presentación, nudo y desenlace? Yo sí, desde luego. Reivindiquemos los cambios de formato. ¡Abajo la tiranía de la duración estándar!
Mientras llega la revolución, el corto crece. Hay festivales entregados a él, con su público todos, programas específicos en los canales más navegables, y ahora, en una iniciativa ocurrente y valerosa, una colección mensual de vídeos con Los mejores cortos del cine español. Ideada por Juan Carlos Ollana y comercializada a través de Discoplay, la serie, que va por su tercer número, da no sólo placer, sino bastante que pensar. Títulos célebres y cargados de premios internacionales (Esposados, de Juan Carlos Fresnadillo; La madre, de Miguel Bardem; El columpio, de Fernández Armero) alternan con otros a los que usted llegó tarde ese día o no lo pusieron en su pueblo, y también con los clásicos (en la tercera entrega yo he podido ver, por vez primera, Mirindas asesinas, de Álex de la Iglesia y Pomporrutas imperiales, de Colomo).
¿Edad clásica ya en el cortometraje? Pues sí, señor. Sin salir de las últimas décadas de nuestro cine, hay pequeñas maravillas maestras, contando entre ellas alguna de las prácticas de fin de carrera que los directores formados en la antigua Escuela Oficial mostraban en unas sesiones abiertas al público (domingo de otoño por la mañana, cine Palacio de la Música) que recuerdo con nostalgia: películas cortas de Borau, Olea, Guerín Hill, Drove y otros, tan potentes o más que los largos con los que todos ellos iniciaron el Nuevo Cine Español. La potencia del corto... Y es que algunas veces el cortometrajista valiente se adocena cuando alarga y engorda su material, perdiendo el verso libre del corto: blanco y negro, voz en off imaginativa, situaciones límite, lenguaje osado...
Como soy del tiempo en que se llevaban los cortos (tampoco vistiendo me acostumbré a los bombachos), me gustaría que en todos los cines, y no sólo en las exquisitas salas que ya los proyectan regularmente, antes de sumergirse en la novela río del gran largo, un soneto rimado o una redondilla graciosa nos abriera el ojo. Aunque haya que pegar el culo del tardón a la butaca.
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