La duración
Entre los arquitectos más convincentes se escucha a menudo la proclamación de que la buena obra aspira a la perdurabilidad. Y no sólo en cuanto materia física resistente, sino en cuanto su configuración y estilo. Esta vocación trascendente coincide fácilmente con el gusto por la sencillez. Los profesionales de la arquitectura son conscientes de que la simplicidad resiste mejor el tiempo que la complejidad, que la austeridad es más firme que el exorno y que la línea recta alcanza la eternidad en mejor estado que las filigranas. Precisamente la física se plantea el mismo problema desde su especial punto de vista, contiguo a la pupila de Dios. El tiempo, en su afán por correr, desgasta, arrasa, o envejece todo. Todo menos una cosa: las partículas elementales. De hecho, no se ha visto, hasta ahora, morir a un protón o a un electrón. Muere la molécula, el átomo y no se diga ya de las dichosas células epidérmicas, pero el tiempo no puede masticar lo que es tan neutro como un neutrón, ni roer lo que es tan escurridizo como sus parientes más próximos. ¿No los distingue la pesquisa del tiempo?, ¿los detecta pero bucean entre sus ondulaciones de vidrio?, ¿son, en fin, inmunes a cualquier afección?
El tiempo acaba con todo y, además, en una única dirección; en la dirección hacia adelante y no, curiosamente, hacia atrás como podría esperarse que ocurriera en algún trance del mundo. Al espacio le han encontrado los científicos entre 10 y 12 dimensiones, o incluso más, pero al tiempo sólo le han contabilizado una; y letal. Mortal sobre todo para lo más complejo; voraz especialmente para aquellos ejemplos de una belleza delicada, minuciosa, perfilada y rica.
Lo más básico se aviene mejor con el tiempo y no sólo por su poquedad, sino por su desposesión. Incluso la vejez, en cuanto estado de exención, acaba resistiendo proporcionalmente mejor a partir de una edad. Así, según la Universidad de Harvard, quienes sobrepasan los 90 años gozan de mejor salud que los de setenta y tantos. El tiempo ha barrido en ellos tanto de lo superfluo como para hacerlos, en potencia, monumentos elementales.
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