Símbolos
Cuando dos cosas se pueden juntar es porque no son insolubles, porque existen entre ellas puntos de unión, tal vez secretos o poco evidentes, que hacen que se repelan nada más que hasta cierto límite y, llegado el caso, reducen sus diferencias a las pocas que puede haber entre las dos caras de una misma moneda. Quizá ésa es la razón por la que en nuestro país el fútbol y la política suelen mezclarse con tanta frecuencia y de un modo tan comprometedor, tanto en un sentido como en el inverso: el deporte está lleno de connotaciones ideológicas y la política se entiende a menudo como un duelo entre equipos rivales, donde importa más sumar puntos que convencer y donde el éxito es inconcebible si no incluye la derrota sin paliativos o la eliminación total del contrario.Ahora se dice que las autoridades gubernamentales y deportivas van a endurecer las penas contra los grupos que exhiban símbolos nazis en los estadios, y uno, después de alegrarse, sin ninguna reserva, de una decisión que ha llegado con demasiado retraso, pero es sensata, puede hacer algunas preguntas.
La primera de ellas es: ¿las bandas filofascistas y la violencia urbana son un problema de nuestro fútbol o de nuestra sociedad? Sólo hace falta abrir todos los días el periódico para ver que se producen más asaltos, palizas y crímenes fuera que dentro de los campos, donde, a pesar de todo, la vigilancia es siempre mayor y más sencilla. Sólo hace falta comparar la asiduidad de las denuncias contra los skin-heads y otras tribus ultras, con el escaso éxito de la policía en su lucha por desarticularlas: hay demasiados asesinatos sin resolver y demasiadas agresiones sin castigo en la historia negra del Madrid de los últimos años. Hay en mucha gente, incluso, una sensación de desamparo al creer que la impunidad de la que disfrutan estas bandas es posible gracias a una cierta condescendencia por parte de quienes deberían encargarse de erradicarlas. Un buen ejemplo que alienta esa clase de sospechas está en la noticia, publicada hace unos días por EL PAÍS, sobre los insultos, amenazas y golpes sufridos por algunos estudiantes de Derecho de la Universidad Complutense a manos de otros alumnos de presunta filiación ultraderechista: al parecer, los alborotadores no sólo tienen su propio despacho o sede en la misma facultad, sino que reciben una subvención para desarrollar su tarea. Los responsables docentes dicen que no pueden hacer nada, puesto que la agrupación de los acusados fue fundada con fines culturales. Las víctimas, que mantienen haber sido injuriadas y zarandeadas mientras pegaban carteles contra Augusto Pinochet, aseguran que esas actividades culturales son organizar excursiones a la Cruz de los Caídos y celebrar el 20-N.
Y hay algo más. En el Santiago Bernabéu o en el Vicente Calderón se ven cruces gamadas y banderas anticonstitucionales; pero fuera de ellos, a lo largo de la ciudad, también se mantiene en pie un grupo de signos abrumadores que recuerdan al régimen del funeralísimo -como lo llamaba en uno de sus libros Rafael Alberti- y que van de la estatua ecuestre de Francisco Franco en Nuevos Ministerios al águila imperial que sobrevive en la propia Ciudad Universitaria, desde el yugo y las flechas que se pueden encontrar en ciertos rincones a las placas conmemorativas de algunas iglesias celebrando a José Antonio Primo de Rivera y a los gloriosos caídos por España. A escala mayor, nadie que pasee por Moncloa o se acerque un fin de semana a la sierra podrá apartar de su vista del Arco del Triunfo o la siniestra Cruz de los Caídos. Evidentemente, su eliminación o traslado será poco menos que imposible. Pero ¿alguien puede imaginar una estatua de Hitler en Berlín o una de Mussolini en Roma? ¿Alguien puede concebir que esas imágenes de los genocidas se mantuviesen ante los ojos de los ciudadanos ignorando su significación macabra y en base, estrictamente, a su supuesto valor artístico?
Es una buena idea prohibir los emblemas totalitarios en los recintos deportivos, sobre todo si se hace con la intención de que ése sea el primer paso hacia algo más grande, hacia la progresiva desaparición de todos esos indicios de una época tenebrosa que, quizá, le hagan equivocarse a algunos, pensar que ese tiempo vulgar y macabro sigue latiendo, aún no ha acabado.
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