Emociones políticas
JULIO SEOANE Cuando Miguel Ángel Rodríguez anunciaba su cese como secretario de Estado de Comunicación, sus ojos estuvieron llorosos durante unos momentos y sus gestos bruscos, al levantarse de la mesa, revelaban una fuerte carga emocional. Poco tiempo antes, en Asturias, la dimisión de unos consejeros del gobierno hacía que la prensa publicase sus fotografías, donde aparecían llorando abiertamente. El triunfo de Romero en las elecciones de secretario general de los socialistas valencianos, provocó que le saltasen las lágrimas tanto a él como a otros que le rodeaban. Borrell no lloró durante aquel famoso debate, pero la ansiedad y la inestabilidad emocional del momento le jugaron una mala pasada. ¿Qué le ocurre a esta nueva generación de políticos que muestran con tanta facilidad sus emociones, sin especial pudor y con cierta espontaneidad afectiva? El político de corte tradicional no llora en público y, cuando lo hace, es un gesto calculado más orientado a emocionar a sus seguidores que para desahogarse personalmente. El maquiavelismo, según los especialistas, es una importante dimensión de la personalidad política, caracterizada por cierto distanciamiento y frialdad emocional ante los problemas, con una gran flexibilidad para improvisar estrategias ante los nuevos conflictos, y que tiene mucha habilidad para activar la afectividad irrelevante en los demás y manipularlos así con facilidad. No cabe duda que un exceso de maquiavelismo en un político se nota mucho, y provoca desconfianza. Pero también es cierto que la abundancia emocional hace al político más vulnerable ante las circunstancias difíciles, aunque lo convierta en una persona más cercana al público en general. Resulta difícil imaginarse a Alfonso Guerra o a Ciprià Ciscar llorando en público sus alegrías y tristezas. Otras figuras políticas aparentan un mayor equilibrio entre el abandono espontáneo y el control emocional, como por ejemplo Felipe González o, entre nosotros, el mismo Eduardo Zaplana. Sin embargo, la tendencia del nuevo estilo político parece apuntar hacia la naturalidad en la manifestación de emociones, tanto de las individuales como de las compartidas; por eso podemos observar con frecuencia que el nuevo político llora, se deja llevar por el ritmo de la música o se empapa de las pasiones colectivas del fútbol. Es decir, se comunica afectivamente. Los políticos de antes, al igual que el mismísimo Príncipe de Maquiavelo, pretendían despertar las emociones en el público, para aprovechar sus energías y orientarlas convenientemente hacia objetivos sociales. El público actual prefiere el estilo político espontáneo, tanto en el Príncipe como en los ciudadanos, como garantía de naturalidad y de confianza mutua. Desde este punto de vista, la emoción ya no es sospechosa de irracionalidad, ya no significa lo contrario de las frías soluciones racionales del progresismo decimonónico; la interacción emocional se convierte así en el lenguaje común para construir entre todos una sociedad mejor. La inteligencia emocional es ahora la racionalidad compartida de la política actual. Los psicólogos de moda caracterizan las relaciones sociales de nuestros tiempos como relaciones microondas, es decir, relaciones afectivas breves pero intensas. Las emociones políticas se corresponden con este nuevo estilo de relaciones, como ocurrió con el efecto Borrell, y seguramente veremos reflejada esta tendencia en los próximos periodos electorales.
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