La hora de los jueces
CASI QUINCE años después de que ocurrieran los hechos, el juicio por el caso Segundo Marey está listo para sentencia. Han pasado muchas cosas durante este tiempo, en el que el GAL han sido una verdadera pesadilla para la vida política. La mayoría absoluta socialista sirvió de parapeto para ocultar responsabilidades durante unos años en los que la brutal agresividad de ETA contribuyó a que fueran pocas las voces que rompieran un implícito pacto de silencio. Después se intentó utilizar a dos policías implicados en los hechos, Amedo y Domínguez, como chivos expiatorios, intentando callarlos con dinero y genéricas promesas de indulto. Fue necesaria la conjunción de tres factores con mucha carga política para que el caso GAL llegara a los tribunales: el final de las mayorías absolutas; el retorno a la judicatura del juez Baltasar Garzón y la decisión del PP de explotar al máximo políticamente las denuncias sobre la guerra sucia contra ETA en un intento de debilitar a Felipe González. Si a ello se suma que desde el Ministerio del Interior Juan Alberto Belloch cortó los fondos reservados que servían para pagar silencios, tenemos definido el marco en que el caso GAL estalló judicialmente con considerable retraso. Un escenario en el que tendrían ocasión de exhibirse, no sin cierta obscenidad, delincuentes convictos, delatores, chantajistas y otras especies sociales. Pero también quienes entendían honestamente que no se podía pasar esta página sin hacer justicia.Pasó el tiempo de la politiquería y del "todo vale". Un tiempo en el que, por ejemplo, el vicepresidente del Gobierno Álvarez Cascos llegó a dar toda una lección de democracia orgánica al decir que la opinión pública ya había dictado sentencia sobre los GAL, con un razonamiento impropio de un responsable político de un sistema garantista. Por fin, el caso GAL llega a su último episodio procesal.
Podemos lamentar ahora el retraso, porque es verdad que tanta dilación no favorece la reconstrucción de los hechos y la labor de la justicia. También es legítimo pensar que la larga historia cuyo final se vislumbra ahora (ésta sólo es la primera de las estaciones del calvario judicial de los GAL) no ha favorecido la lucha antiterrorista; la lejanía de los hechos y el fundado resentimiento de la sociedad contra el terrorismo etarra explica la comprensión que parte de la opinión pública ha mostrado ante unos hechos que ensombrecen la transición española con imágenes propias de una dictadura. Pero lo relevante ahora es que contra pronóstico de unos y otros, de los que se creían impunes en nombre de la razón de Estado y de los que aseguraban que nunca se llegaría a realizar este juicio porque una confabulación de poderes lo impediría, la audiencia pública ha terminado y sólo falta esperar a que los jueces dicten sentencia.
Hoy más que nunca la palabra la tienen los jueces. Ellos son los que tienen que evaluar todos los argumentos jurídicos en torno a la prescripción o la nulidad que han enarbolado los abogados defensores de los diez autoinculpados y de los dos -Barrionuevo y Vera- que hasta el último suspiro de la vista oral han mantenido su inocencia. A juzgar por el informe del fiscal, las largas semanas de juicio no han aportado grandes novedades: sus peticiones al final de la vista no han variado de las que formuló al comienzo. Todo juicio tiene algo de representación teatral y en este caso no han faltado los momentos estelares. Lo cual no significa que tuvieran gran efecto procesal.
La importancia de la sentencia que se va a pronunciar, que afecta al núcleo del Ministerio del Interior del primer Gobierno socialista, invita a pedir su aceptación, sin que ello signifique negar el derecho a recurrirla en amparo o a criticarla. Pero entrar en un juego de descalificaciones porque no sea del gusto, sería prolongar la crispación. Sus consecuencias políticas no deben servir de pretexto para poner en duda la ecuanimidad de los jueces. También forma parte de las obligaciones del gobernante hacer la pedagogía necesaria para que los ciudadanos entiendan la distancia que va de las interpretaciones que cada uno puede hacer de unos hechos a la sentencia judicial sobre los mismos. En medio hay unas garantías procesales que deben estar por encima de criterios políticos o periodísticos. Los jueces tienen la palabra.
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