"Mucha gente cree que tiene en casa un 'Stradivarius"
Luz Prieto y Joaquín Gallego construyen y restauran instrumentos de cuerda en Tetuán
Donde Madrid es aún un pueblo de casitas bajas y cortina en la puerta, de callejuelas con fuentes y aceras con abuelos a la fresca en sillas de anea. Allí, la música tiene su lugar. En el viejo Tetuán de Las Victorias se han instalado dos jóvenes con un oficio raro y difícil. Son violeros, o luthiers: constructores de instrumentos de cuerda."Es un trabajo como cualquier otro, pero tiene un halo de misterio", dicen Luz Prieto, de 30 años, y Joaquín Gallego, de 27. Su taller, en una casa nueva que se abre paso contra las antiguas, no tiene secretos. Huele a madera y barniz, elementos imprescincibles para crear violines y violonchelos, instrumentos en los que se han especializado.
Leganés, o mejor dicho su de-saparecida casa de oficios, tiene la culpa de que Luz y Joaquín se dediquen a esto. La primera descubrió la posibilidad de estudiar violería en la barra de un bar, cuando uno de sus amigos le preguntó a otro: -¿Qué tal tu violín?
-Lo estoy barnizando, respondió.
"Yo llevaba desde los 16 años con el arco en la mano, y construir un violín era mi sueño", cuenta la chica. Estudiosa de canto, armonía y por supuesto violín, tuvo que inscribirse en el paro para que la admitieran como alumna en la casa de oficios.
Allí conoció a Joaquín. Él lo había tenido más fácil. De entrada, era leganense. Hábil para las manualidades y amante de la música, pero "con dos zapatillas en lugar de dos oídos", decidió mitigar la carencia con la construcción de instrumentos. Tras dos años de estudios, la pareja saltó de Leganés a Cremona (Italia) en 1993. Gracias a una beca, los veintiañeros pusieron el pie en el paraíso de los luthiers, allí donde Antonio Stradivari fabricó sus míticos violines a finales del siglo XVII y comienzos del XVIII.
"Volvimos con las primeras herramientas y montamos el banco de trabajo en casa", relatan. Con los trebejos listos, aplicaron los otros dos requisitos -"técnica y paciencia"- de la construcción de instrumentos de cuerda; oficio que cuenta con menos de diez practicantes en Madrid, según sus datos.
Las reparaciones, primero, y los encargos, después, les permiten afrontar la renta del taller luminoso que ocupan desde hace un par de años en la calle de Miosotis, 28. Los violines que salen de aquí cuestan a partir de 350.000 pesetas y suponen dos meses de trabajo a un ritmo de ocho horas diarias. Los violonchelos rondan el millón.
Construir es más estimulante, pero restaurar resulta "más rentable". Los violeros pasan consulta en una tienda de música los sábados por la mañana. Allí han descubierto que "mucha gente cree tener un Stradivarius en casa".
-¿Y lo tiene?
-Para su desgracia, no.
-¿Ustedes podrían construir un instrumento comparable?
-No nos quita el sueño. Ha habido tanta gente que lo ha intentado... Además, si llegáramos a hacer uno, no nos enteraríamos, porque un violín necesita muchos años para ofrecer su sonido óptimo.
La factura del rey de los instrumentos de cuerda supone un proceso complejo, que comienza con la elección de "buena madera seca": "arce centroeuropeo para el fondo, los aros y la cabeza; pinoabeto rojo macho para la tapa...", enumera Joaquín. La relación adecuada entre el espesor y la bombatura será clave para la buena sonoridad del violín.
El diseño del instrumento comienza por el de su plantilla, que servirá de molde para las piezas siguientes: fondo, aros y tapa. Las partes se fijan con cola de conejo. El momento más delicado en la instalación del alma, la pequeña pieza cilíndrica interior que transmitirá los agudos. "El barnizado es vital", detalla Luz. Ella y Joaquín, embarcados además en un proyecto de la Unesco para recuperar los instrumentos que llevaron los jesuitas a Bolivia a finales del siglo XVII, sienten cada violín como "un hijo de madera". Un hijo único, porque "no hay dos que suenen igual".
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