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Me van a perdonar que vuelva a escribir sobre la Feria del Libro de Madrid. Sé que es un tema más bien chico, y que si me interesa es porque me atañe. Pero también es cierto, por otra parte, que en cada pequeña vida se representa el drama general de todas las vidas, y que un único suceso puede resumir situaciones globales. La Feria era un lugar de encuentro delicioso entre los lectores y los escritores, un festivo ritual de primavera; pero comenzó a enturbiarse, en los últimos años, por los intereses económicos. Resulta que ahora los libros son un negocio, y ese negocio es cada día más crispado, porque ya se sabe que el dinero y el poder tienden a corromper aquello que tocan. Ésa es la primera enseñanza que se puede extraer de la Feria del Libro: que fue bella mientras fue pobre, y que la prosperidad la está afeando.Todos los que vamos por la Feria sabemos que, a menudo, las ventas en las que se basan las diferentes listas las dicen los libreros a ojo (es difícil llevar las cuentas al día); y siempre existe la sospecha de que alguna caseta pueda alterar los datos para potenciar al autor que le interesa. La crispación actual, en fin, es responsabilidad de muchos: de los editores y distribuidores que mueven influencias; de los periodistas que han jaleado, en los últimos años, un sistema imbécil de competitividad y éxito inane; de todos los que no hemos sabido oponernos a esta moda banal. Antes los datos de ventas se publicaban sólo al final de la Feria. Pero ahora se ha desatado esta histeria de las listas y el dinero brillante; y los autores nos hemos convertido en jadeantes galgos corriendo una carrera que no es la nuestra. Todo esto, la competitividad y la obsesión por el triunfo fácil, sucede también en otros ámbitos sociales; sólo que en la Feria los galgos somos pocos, y me parece que empezamos a hartarnos.
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