Hechos
Es un hecho que, contra todo pronóstico, han salido peor educados los hijos de antiguos ministros franquistas, las ministras parateresianas y los cachorros del Opus Dei, crecidos en colegios de pago, que los hijos de panadero que se abrieron camino a golpe de beca. El miércoles por la mañana, en el parque vecino a mi casa, el caballero conservador que todas las mañanas esgrime el Abc y un rottweiler -que parece haber sido sometido a un cursillo de ataque en Cercedilla-, inflaba tórax. Porque es un hecho que Josep Borrell está aún verde, parlamentariamente hablando, y que tiene que hallar el camino más corto entre sus ideas, que existen y son importantes, y su forma de expresarlas en un contexto en el que priman los gritos, gruñidos, desplantes, zafiedades y consignas.Es también un hecho que dos años de congestión neuronal por paliza retórica y de pasarse la cortesía y la realidad por la entrepierna no han transcurrido en vano. La aristocracia ultra-sur que abucheó a Borrell en el Congreso es el equivalente parlamentario de las salidas de tono y de mesura de Rodríguez y Álvarez; Aznar pasa el rodillo. Y a fe que arrasa. No es que estuviera mejor: es que estuvo. Pesado, sólido, incoloro, inodoro, insípido, pero pura piedra berroqueña. No tendrá carisma, pero es ya cariátide: a eso han sido dedicados todos los esfuerzos de su camarilla. A convertir en masa lo gaseoso.
Pero del debate surge un hecho que me atrevo de calificar de esperanzador: la certeza de que no cabe esperar soluciones fáciles ni cambios milagrosos ni recetas fulminantes, y de que hay que aplicarse a trabajar con esfuerzo para, entre la izquierda posible y la imposible (se pregunte Anguita por qué no le abuchean), debidamente posibilizada, pulverizar a la cariátide. Que no es precisamente caperucita, sino el mero lobo.
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