La sonrisa de Paz

Hace poco más de 10 días vi a Octavio Paz por última vez (sabiendo que le veía por última vez) en la casa Alvarado de Coyoacán, en México DF, donde desde diciembre tiene su sede la fundación que lleva el nombre del gran poeta. Yo pretendía entregarle mi último libro, en el que le dedico un homenaje, pero sobre_ todo quería despedirme de él. Su mujer, Marie Jo, tuvo la enorme deferencia conmigo de permitir ese encuentro que luego supe que había negado a otras personas de mayor nombradía. Supongo que lo hizo porque corrían ya las horas del afecto personal, las primeras y las últimas de cada vida, pasadas las del homenaje o el reconocimiento de los méritos públicos."Te impresionará verle", me advirtió Marie Jo. Y en efecto fue impresionante encontrarle a él, tan vital, tan caluroso, tan buen compañero de copas y de charla, en silla de ruedas y dulcemente silencioso. Yo me había puesto para la ocasión una camisa vistosa que Octavio me elogió una vez en Madrid, quizá irónicamente, varios años atrás. Al verme, en su rostro demacrado brilló por un instante una gran sonrisa muda. Su sonrisa de siempre, acogedora, cómplice. Comentó Marie Jo que hacía semanas que no le veía sonreír así. No hubo más, pero bastó. Tomó el libro que puse en sus manos y lo hojeó un momento con esforzada cortesía. Yo balbuceé lo obvio, que no tenía otro valor que el cariño con que se lo entregaba...
Mientras le veía pasar las páginas se me agolparon todos los recuerdos de tantos años. Esa última generosidad conmigo enlazaba con aquella primera que tuvo al escribirme sobre uno de mis libros primerizos unas líneas de ánimo y valoración. Para un veinteañero de entonces, expulsado de la universidad por el franquismo, que no sabía demasiado bien lo que aspiraba a decir pero no estaba dispuesto a callar, fueron el más precioso de los regalos. Pocos me han hecho así de inesperados, de gratuitos, de necesarios. Luego supe que ese gesto le definía: universal en los conocimientos y en los intereses, pero delicadamente personal en el trato con los más distinguidos o con los perpetuos principiantes.
De Octavio Paz quedan para todos los libros admirables, el esplendor de Piedra de sol, la vehemente perspicacia de El arco y la lira, las polémicas acotaciones de El ogro filantrópico, las notas subversivas de Corriente alterna, tantas y tantas páginas ya indispensables para la cultura del siglo XX. Me guardo para mí, sobre todo, el ejemplo de un intelectual que supo enfrentarse a los dogmas nefastos y pétreos del siglo con integridad, vinieran las voces de la torpeza desde la derecha o desde la izquierda. Y conservaré para siempre -el breve siempre que nos permite la vida- la luz de su sonrisa. Porque escribió para todos, pero me sonrió a m
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