Nostalgia
Uno de los sentimientos que mejoran con la edad es la nostalgia. No me refiero a la añoranza resentida por lo que creemos que fue mejor y ya no se podrá revisitar; ni al espacio que alguna vez llamamos futuro y cuyos caminos de esperanza se han estrechado hasta desaparecer. La mejor nostalgia de la madurez es, me parece, amar profundamente unas cuantas cosas -roma palabra- que están al alcance de la mano: personas, encuentros, ciudades, esquinas, y también pequeñeces que hacen compañía. Un café de paredes estucadas (y su inconfundible aroma). El vestíbulo limpio y silencioso de un museo (y un rumor de, pasos sobre el mármol). El peso de la luz de enero en las azoteas (tan idéntico, año tras año). Un lápiz recién estrenado (y el deseo de gastar la punta para usar de nuevo el afilador).Por estas fechas se renuevan en mí mis dos nostalgias, aquellas que definen, sentimental y geográficamente, la segunda parte de mi vida: nostalgia por Madrid y por Barcelona, por la ciudad que me nutre y por la que me late dentro. Cuando termina el año no aguanto más de ganas de humedad, Rambla y chaflanes del Eixample; me revienta el ansia de acercarme a cuanto me vio crecer. Y, cuando el año nuevo empieza, me mata la necesidad de regresar al vivaz y atolondrado centro de acogida para erráticos que es Madrid, en su caos.
Viajo de una ciudad a otra y amo a cada una desde mi nostalgia, retraso el momento del reencuentro, exaspero la marcha. Es un lujo.
Y esta columna también lo es: el año entra bravío de injusticia, despiadado, sangriento. Hay mucha gente en el mundo, hoy, que nunca sabrá de sofisticaciones nostálgicas: argelinos, mexicanos de Chiapas, kurdos, tantos otros, que saben de huir, sufrir, temer y, sobre todo, de perder. Esto es un desastre.
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