Proposición (cinematográfica) indecente
Adrian Lyne inició hace 12 años un lento goteo de películas de las llamadas de impacto o de choque, calculadas milimétricamente para parecer puñetazos contra la corriente, siendo en realidad caricias a favor de ella. Sin ser dueño de ningún arte, le abunda a este cineasta la brillantina y el don de la artimaña; y mediante él, sabe sacar partido al prestigio que las transgresiones simuladas adquieren en las sociedades quietas, que se mueven alrededor de su ombligo; y que, instaladas en la falta de horizontes y en la mala fe, necesitan cloacas estéticas tranquilizadoras por las que expulsar sus quiebras, sus temores y sus fantasmas.De Nueve semanas y media en 1985 a Lolita en 1997; con Atracción fatal (1987) y Proposición indecente (1993) entre medias, Adrian Lyne acaba de cuadrar en San Sebastián las patas de una mesa en la que nos ofrece un festín de bisutería cinematográfica de lujo, pero completamente mediocre, que no tendría relevancia alguna si no pringara a talentos ajenos. Pero gente de la talla de Kim Basinger, Michael Douglas, Glenn Close, Robert Redford y ahora Jeremy Irons, han salido gravemente, quién sabe si irreparablemente deteriorados de sus prestaciones a los atrevimientos de este sagaz impostor, que va de rompedor de diques sociales y morales y en realidad, se limita a remover aguas quietas para poder pescar en río revuelto.
En esta su cuarta proposición (cinematográfica) indecente, Adrian Lyne degrada simultáneamente a un hermoso y frágil relato trágico de VIadimir Nabokov; y a un gran actor, uno de los más elegantes y precisos que existen, hasta ahora siempre embarcado en aventuras cinematográficas nobles, o no nobles, pero abiertas a que él las ennobleciese. No es éste, por desgracia, el caso de Lolita, donde Jeremy Irons, aunque lo intenta todo, nada puede hacer para elevar un poco la aplastante bajeza a que Adrian Lyne somete a un genial texto, convertido en pretexto para sacar una tajada utilitaria de la marea de rechazo a la paidofilia, que estos días alcanza proporciones histéricas a uno y otro lado del Atlántico.
El olfato del tendero Adrian Lyne es infalible: si millones de gentes de orden sacan a las calles su desorden, asustados porque de pronto está aflorando entre ellos una erupción en busca de sexo de niños, es que hay que desempolvar cuanto antes Lolita, expresión insuperable de esa remota y turbadora pasión, y ponerla rápidamente en circulación como carne de un negocio seguro e inmediato.
Habrá países que prohibirán la exhibición de la película, y ese será su primer paso hacia el éxito. Habrá festivales de cine que, como éste, la aireen en sus escaparates, y ese será su segundo paso hacia el éxito. Y habrá en esos festivales cronistas que, como éste, cuenten el asqueante negocio, y ese será el tercer paso hacia el éxito; que será utilizado para acelerar la llegada del cuarto: las colas, quizá apesadumbradas, en las puertas de los cines, en busca del consuelo de una indecente trivialización de este feo, antiguo y doloroso asunto.
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