Maldad
¿Qué puede hacer una mujer cuando el destino la obliga a tener que elegir entre el Conde Mario y el Conde Lequio, representantes de las dos grandes corrientes morales, e incluso eróticas, de nuestro tiempo? ¿Cuál es la vía, si la hay, que me permitirá escapar del peligro inminente de tropezarme con un secretario de Estado, para la Comunicación, Miguel Angel Rodríguez, capaz de materializarse en cualquier momento vestido del Ku-Klux-Klan de la señorita Pepis o, lo que es peor, dispuesto a recitar sin sonrojo a Miguel Hernández? ¿Qué remedios puede hallar el alma de aquella que, habiendo sido torturada en su juventud por la mili de tres novios sucesivos, descubre en su madurez, es decir, en la etapa de la vida en que ya no tiene una el chichi para ruidos, que su amado presidente de Gobierno, subido a un tanque, le recuerda a los extras de Recluta con niño? ¿Dónde hallaré el solaz necesario para resistir el regreso de la mantilla ensartada en una teja ensartada en una cabeza ensartada a su vez en principios fundamentales?Me devano los sesos y, de paso, me extraigo la cera de las orejas, en busca de una solución novedosa y finisecular, cavilo lo estupendo que sería formar una secta lo bastante convincente como para ponerles a todos, con el cráneo rapado, mirando a Finisterre y convencidos de que, después de tomarse una oportuna pócima, podrán pedirle autógrafos en directo a Santiago y cierra España.
Pero no sé, no puedo y, encima, no debo. Lo que más me fastidia de mí y de la gente que me gusta y que, casualmente, se ve sometida a las mismas torturas a que someramente me he referido más arriba, es que nunca se nos ocurren maquinaciones espantosas como las que otros ponen en marcha sin perder el empaque ni el patrimonio.
Lo que yo daría por ser mala.
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