Do de pecho

Aquellos que pudimos formar parte de las 17.000 personas que asistieron al estreno de Aïda el 26 de junio estamos de enhorabuena. Especialmente aquellos que por motivos laborales no tuvimos que hacer frente a las 11.000 pesetas de precio medio. Estamos de enhorabuena porque asistimos a un espectáculo de inusitadas proporciones, por lo menos en lo que publicitariamente se refiere. El tenor se quedó sin voz, el foco no encontraba a los intérpretes, las diapositivas (única construcción escénica) aparecieron desenfocadas. La artista que protestó por no tener tiempo suficiente para salir sin percatarse de que tenía el micrófono conectado y que fue escuchada en todos los rincones de la plaza gracias al sistema láser. Unos elefantes que fueron vistos y no vistos, una cuadriga que permaneció en escena demasiado poco.Los reporteros gráficos (yo soy uno de ellos), que deben ser el peor gremio y las últimas personas a las que preguntar en caso de despistarse. Todas las puertas llenas de paparazzi.

Un espectáculo, ya que así es como se había planteado, lleno de anécdotas, al que faltó la apoteosis final, fuegos artificiales, tambores, imágenes, pero que al final nos hizo tararear toda la noche la misma marcha triunfal. Aïda triunfó. La ópera gusta, el desorden no.-