Los verdes campos desde el tren
De Madrid, al cielo; a cualquier parte, con tal de perderlo de vista, buena manera de avivar las brasas donde esta ciudad cocina a sus habitantes. Irse para volver, bautizarse en San Ulises, el que inventó -según dejó establecido Álvaro Cunqueiro- el remo y el deseo de regresar al hogar. Emprender la aventura de identificar la diferencia entre los nortes y los sures. Arriba, la tierra fecunda, rica; los territorios áridos y pobres, en la ruta meridional que lleva hasta las arenas africanas de ahí enfrente.Hace unos meses, por fin, llovió; no con la ferocidad del monzón arrasador, que se lleva los puentes y los enseres, ahoga el ganado, arruina la siembra y cobra en vidas el tributo. Fueron las aguas que vertieron los cielos como el pariente rico e inopinado, el viejo amigo que trae regalos en el equipaje y cada día nos premia con el calor estéril de la experiencia. Vinieron las lluvias y se quedaron el rato suficiente para conjurar la maldición que resquebraja las tierras, sembrándolas con la sal de la sed.
Desde la monumental y bellísima estación de Atocha, gala, ornato y orgullo de esta ciudad, emprendí, una vez más, la ruta del Levante, donde sólo el tesón de las vides y la conformidad de los olivos encuentran el. justo jugo para sobrevivir. Tierras de la Alcarria, de Toledo, de las Manchas de Ciudad Real y de Albacete, resecas tras las avarientas talas, que están cambiando, desde que los campesinos dejaron de mirar hacia arriba y perforan las rocas para encontrar la escondida agua de los acuíferos. Era aún primavera, dedicada a la tarea gestante, cuando pasamos la vista por el nuevo esmeralda de los campos transformados. Poco o nada que envidiar a las campiñas gallegas, asturianas, los valles vascongados y navarros, la serranía riojana, el declive pirenaico del Alto Aragón, la henchida geografía catalana. La Mancha vuelve a ser una mancha de verdor, como solía.
Rara vez habíamos contemplado los pámpanos de la vid con tan limpios y relucientes colores, húmedas pinceladas simétricas sobre el oscuro tapiz de la tierra mojada. Ya no surco inerte y polvoriento, sino arcilla viva, preñada de promesa cereal. Corre, a ratos paralela, la carretera con los rieles y del trazo plomizo se levanta una estela líquida tras los coches y los camiones, flameando la victoriosa bandera del arco iris. El interés de los viajeros se desvía de las películas que pasan en los talgos y los intercitys, cautivados por la estampa clorofílica que se representa al otro lado de las amplias ventanillas. Cabría decir que, en estas latitudes, la tierra debe ser para el que la riega, para los que han plantado el despatarrado compás de los pivots, cuyo nombre equivalente ignoro, estimulando y provocando a esas nubes que pasan sin pararse a mirar al molino de viento.
Pero, ¡cuidado!, éste no es un milagro singular, para quedarnos embobado!; ocurre periódicamente, para retornar al tiempo seco que dejará enjuto! los embalses, y lanzaremos quejas e imprecaciones, sin pasar siquiera por el trámite de las rogativas y la cólera de. poner a los santos contra la pared. Siempre tropezamos en las mismas piedras y pedriscos, con el impudor de los olvidos; a quien corresponda -y cada uno de nosotros, manteniendo despierta la memoria- medite en la otra triste y flaca estampa, previendo la llegada de nuestras vacas locas, que son las inevitables vacas flacas. Reflexión para la recién estrenada ministra de Agricultura, doña Loyola de Palacio.
El campo está ahí, al lado; donde siempre. Cuantos habitamos la asfaltada fortaleza de Madrid conviene que peregrinemos hasta la hierba y acariciemos la hoja saliente de los árboles, sin echar en el olvido los engarabitados renglones con que está escrito el futuro, en cuya fatalidad se aposenta siempre la sequía.
En tanto, convidemos a las pupilas a este hermoso banquete de tonos vegetales y al ocre germinal donde se hace fruto la simiente. El mar de Madrid y de Castilla nos brinda el tapiz, casi inédito, de sus prados, y será oleaje amarillo con las mieses. Es nuestro, y no están los tiempos para desdeñar hermosuras. ¡No se me duerman, amigos!
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