Parte y juez
Hace unos días Federico Trillo presentó en nombre del PP una proposición de ley para endurecer las condiciones de regreso al hogar de los jueces que se hubiesen tomado unas vacaciones políticas. El magistrado Ledesma, primer ministro de Justicia de Felipe González, llevó a extremos abusivos el trato de favor dispensado a sus colegas; además de computarles el tiempo de excedencia política a efectos de ascensos, antigüedad y derechos pasivos, la ley del Poder Judicial concedió a los magistrados que se presentasen a las elecciones o desempeñáran altos cargos la reserva de su plaza. Pero el dulce jarabe corporativista destilado por el magistrado-ministro se convirtió en aceite de ricino cuando Baltasar Garzón decidió regresar a la Audiencia Nacional un año después de salir elegido diputado: a partir de ese momento los viajes de ida y vuelta entre el Poder Legislativo o Ejecutivo y el Poder Judicial pasaron a ser muy mal vistos por los antiguos tour operators del PSOE.Siguiendo ese camino de rectificación, la proposición de ley del PP retira a los jueces excursionistas la reserva de plaza y les prohíbe durante cinco años desempeñar funciones jurisdiccionales y ser candidatos a los organismos constituciogales. Estas cautelas merecen el aplauso: queda por ver si resultan suficientes. Además de funcionarios de la Administración, los jueces son titulares de un poder del Estado que les confiere una capacidad cuasisacramental para enviar a la cárcel a los ciudadanos y fijarle fianzas multimillonarias por su libertad. Esa enorme responsabilidad explica que la Constitución de 1978 prohibiese de forma taxativa a los jueces (y fiscales) en activo la pertenencia a partidos políticos o sindicatos. En su libro Manos sucias, el magistrado Navarro, parlamentario socialista en las dos primeras legislaturas, afirma que esa interdicción es "más que una barbaridad, un insulto a la inteligencia media del ciudadano, una estupidez". Sin embargo, el veto constitucional no sólo está bien fundamentado sino que sería incluso deseable su ampliación para impedir la vuelta a la carrera de los magistrados que prueben fortuna -por ahora sin riesgo- en el Parlamento o el Gobierno; la sola posibilidad de que esos jueces rebotados del Legislativo y del Ejecutivo continúen haciendo política embozada en clave partidista tras su regreso a la función jurisdiccional es un riesgo que un Estado de Derecho no debería permitirse.
No parece exagerado imaginar que cualquier militante del PP obligado en el futuro a sentarse en el banquillo sentiría desconfianza y temor si el hoy ministro y antes magistrado Belloch, que ha vejado y menospreciado a los dirigentes populares desde la tribuna del Congreso y en mítines electorales, formase parte del tribunal. También la presencia en una sala de vistas del magistrado Navarro inquietaría a los justiciables del PSOE: sobre todo si hubieran leído su libelo ya citado donde sostiene que "la cleptocracia, la canallocracia, el envilecimiento y la putrefacción" son las principales características del poder socialista, semejante a "Nosferatu y al vampirismo más legendario" en que "sólo actúa de noche, desde las sombras, para asegurar así la indefensión de las víctimas" y atacarlas "a traición, sobre seguro y con impunidad".
La libertad de expresión no tiene vela en los entierros del conde Drácula: la verborrea demagógica de un juez aforado y amparado por el corporativismo gremial de sus colégas no es socialmente equiparable a las intemperancias críticas de los restantes ciudadanos. Los tribunales resuelven conflictos entre bienes jurídicamente protegidos: la militancia partidista, esté o no acompañada por el energumenismo fallero del magistrado Navarro, es su peor consejero. Sainz de Robles, candidato- presidencial en 1986 por el Partido Reformista Democrático, renunció a la carrera judicial pese a haber sido derrotado en los comicios: un gesto de moral profesional que hubiese podido ser imitado por sus compañeros de escalafón.
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