Viernes Santo
Todo el mundo anda más o menos perseguido por su pasado, y aunque el futuro no ofrece ninguna garantía de asilo, es con frecuencia el único callejon que se abre ante nosotros cuando empezamos a correr. Una noche, hace años, me encontraba en un hotel, negociando una tregua con el insomnio, cuando oí toser a una mujer en la habitación de al lado. Se trataba de una tos familiar, que me hundió enseguida en el remordimiento, como cuando en una tienda en la que has entrado casualmente levantas al azar la tapadera de una caja de música y sale de ella una melodía que te mata.Mi madre tosía como la mujer del hotel. Su pecho fue la caja de música de mi infancia, no tuve otra. Aquella tos duró toda la noche, toda la vida en realidad. Al amanecer, como es habitual en los insomnes, me quedé dormido y al día siguiente regresé corriendo a casa, aunque no había liquidado los asuntos que me habían conducido a aquella ciudad. Desde entonces, me dan un poco de miedo los hoteles. Y las cajas de música.
Pero también he oído esa tos en la calle. Un día, en el extranjero, iba abriéndome paso entre otros cuerpos, cuando alguien tosió del mismo modo a mis espaldas. Fue como si me dispararan, pero no me volví: con la bala alojada en el corazón, continué caminando en dirección al futuro y, una vez superado el peligro, entré a descansar en una catedral que me salió al paso. Era Viernes Santo, como hoy, y olía a muerte. Hacía muchos años que no entraba en una iglesia, de manera que también aquel olor fue como abrir la caja de música, como si me dispararan por la espalda. Miré, ansioso, hacia las capillas laterales, hacia la sacristía, buscando el callejón del futuro, cuando escuché la tos de nuevo, golpeando las bóvedas de la memoria. Pero no podía escapar, porque ahora salía de mi boca.
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