"Cuando viene el casero, yo me escondo"
Francisco, empresario de informática de 38 años, y Esteban, empleado en una firma de ordenadores, de 33, conviven desde hace ocho años. Después de unos comienzos difíciles, ahora su familia, incluso sus compañeros de trabajo saben que entienden y lo aceptan.Pero en el contrato de alquiler de la casa en la que viven sólo figura Francisco. "Yo no existo para el casero, cuando viene me escondo", dice Esteban. "Esto supone", prosigue Francisco, "que si a él le pasara algo, no podría subrogar el contrato a beneficio de su pareja".
Otra hipótesis de futuro. Si Francisco muere, su empresa pasarla a su madre: "Él no tendría derecho a nada". Esteban recuerda que la empresa donde trabaja le negó en un principio que su pareja figurase como beneficiario del seguro de vida que le corresponde. Pero protestó y consiguió que así fuese. Por las mismas, Francisco indica que podría negarse a pagar a la Seguridad Social, "porque él no va a beneficiarse de nada cuando llegue el momento".
"En el banco", sigue Francisco, "los empleados se extrañan mucho de que el uno disponga de la cuenta del otro". Y recuerda que hace años una compañera de trabajo supo que era homosexual y lo propagó hasta que llegó a los jefes. Al final la despidieron a ella: había accedido a un dato confidencial violando la correspondencia.
Esteban indica que el empadronamiento -la opción del Ayuntamiento de Madrid- ha sido un gesto político y una forma de quitarse el muerto de encima, en un momento en el que decenas de ciudades españolas han creado un registro. Explica que esta última opción daría pie a una estadística efectiva del número de parejas homosexuales que viven en Madrid. Y recalca Esteban: "Si un Ayuntamiento conoce la población homosexual por distritos, eso se puede traducir en votos".
Varios nombres utilizados en esta página han sido modificados para preservar la intimidad de las parejas.
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