Espectáculo terminal
Decididamente, estas elecciones pasarán a la historia como un espectáculo terminal. Con un elemento agregado más: que la decadencia no ha cobrado todavía conciencia de sí misma y discurre privada del honor de la caducidad. Los candidatos asisten a los debates desarmados de futuro, pero también inconscientes del acucian te aroma que despide la postrimería alrededor. Los representantes del PSOE, desde Corcuera hasta Borrell, hablan de los hechos y conquistas del pasado e insinúan que su propósito es continuar por la misma senda. Los del PP, desde Ruiz-Gallardón hasta Álvarez-Cascos, refutan la marcha del pretérito socialista y declaran corregirlo en el vago sentido de una gestión más cabal. Unos y otros aparecen desarmados de un proyecto futuro consecuente con la magnitud de los problemas que han empezado a crecer como gigantes en la sociedad occidental. Está bien como entretenimiento la discusión sobre lo bien o mal que ha quedado en los ochenta la reforma del cuarto de estar, pero los conflictos de fin de siglo, internacionales y españoles, están sacudiendo los pilares del edificio y no hay tapicería ni papel pintado que los contenga. Izquierda Unida cuenta con la única voz que suena de acuerdo con la trascendencia de la situación. Por diversas razones, no hay suerte con este partido. Pero la suerte de los otros dos se está disputando sobre un tapete en el que la historia va cerrando las apuestas. Acaso por esa razón, la conciencia electoral vacila tanto sobre la concesión de sus votos. Uno y otro grupo hegemónico ofrecen más de lo mismo ante unas circunstancias que requieren todo menos la repetición. ¿Se reservan uno y otro la imaginación para más tarde? Difícil de saber.El descontento y la inquietud social, entretanto, siendo altos, son más graves que los derivados de la corrupción partidista, del posible despilfarro público o de los errores cometidos por Carlos Solchaga. El problema es un futuro crecientemente trastornado por cambios hasta ahora desconocidos en el mundo del trabajo, en las relaciones sociales, en la industria, en los servicios, en el concepto de bienestar. Desafíos que no sólo se combaten con una expiación ética, unos insultos o los relevos de un ministro, tres o diez. El corazón de una campaña electoral ante el siglo XXI exige una responsable confrontación entre ideas fuertes. Tampoco en el exterior -trabado por modelos Maastricht y láudanos alicortos- se está realizando, en su medida, este debate. Pero no se solventan los trastornos de un tiempo crucial anestesiándolos. Y, menos aún, durmiendo al telespectador.
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