Sin cadáveres

No ha aparecido todavía el cuerpo de un banquero español colgado de un puente en Londres, ni una beata española ha sacado del armarlo al hijo sacrílego que obtuvo de sus amores con un obispo forzándolo a huir a la selva. Aquí la vida pública apesta a amoniaco, pero este país no ha producido aún grandes cadáveres, sino alguna morralla cosida a navaja, un trabajo muy rudimentario, cosa de teloneros. La verdadera función no ha comenzado, aunque el teatro ya tiene todo el aforo vendido. En otros lugares criminalmente más evolucionados se descorcha el cráneo de un presidente con un rifle de matar bisontes, se envenena a un papa con una tizana durante la lectura del Kempis o se acribilla por riguroso turno al pez más gordo de la mafia con la cara enjabonada en una barbería y, mientras con una cadencia exacta estos asesinatos artísticos se suceden, nadie en la radio habla de corrupción. Sólo suena Bach. Tampoco la prensa de esos países más elaborados se pone histérica ante cualquier escándalo financiero. Allí se sabe muy bien que cada cierto tiempo aparece en escena el fiambre de un prócer balanceándose por el cuello en una viga o flotando boca abajo en el mar junto a su yate fantasma. La representación de estos protagonistas muertos purifica las pasiones del público. Al menos ésa es la función que Aristóteles atribuía a la tragedia. En España corre mucha sangre que es fruto del fanatismo nacionalista, un oficio religioso, pero no existen todavía cadáveres de categoría ni casos de sexo y política que estén a la altura de la época. No obstante, dado el tufo espeso que trae el aire, en nuestro territorio todo parece dispuesto para que se presenten en sociedad los primeros fiambres exquisitos, políticos suicidados, financieros ahorcados componiendo magníficos bodegones de caza. El telón no se ha levantado, si bien los espectadores previamente calentados esperan tocando palmas de tango que aparezcan esos grandes cadáveres hechos fríamente con mucho dinero que nuestra modernidad se merece.
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