Bodegón
Ahí está esa mujer. Acaba de bajar de un camión de legionarios franceses usada y algo menos pobre. La retratan empuñando un gigantesco cuchillo y con los pechos desnudos. En uno de los márgenes de la foto asoma una sandía, una de esas sandías de corteza listada, propias de Italia. Al fondo, un coro vociferante de hombres la reprende, y la secuencia imaginada indica que están a punto de lincharla. Deben de haberla golpeado ya: lleva el terror de los primeros manotazos en la cara.Bodegón de Somalia: áspera y barroca iconografía de naturalezas muertas. Los soldados occidentales contemplan la escena con el músculo quieto. Incluso están quietos los legionarios franceses. Quieto, incluso, aquél -o aquellos- tan activo con la joven minutos antes. Se comprende: han venido, los soldados de Occidente, nada más que a restaurar la esperanza: un vago asunto de intenciones globalizadoras. El derecho a la intervención, a la injerencia, incluye la práctica de las viejas costumbres de la soldadesca. Pero ahí se detiene respetuoso y solemne.
Medio Occidente está ahí retratado. Con toda su engolada exquisitez. El relativismo cultural asiente: esos hombres enfurecidos están en su derecho de apalear a la mujer, de lincharla si hay medio y pasión de hacerlo. Tiembla la razón, el cascado paradigma: no hay ley universal que a esa mujer defienda. Hemos venido, simplemente, y después de pensarlo mucho, a restaurar la esperanza. Eso es lo que nos concierne.
Alimentar somalíes, darles agua: "¿Pueden las democracias impedir las hambrunas?", se pregunta Amartya Sen en la revista Claves. Claro que pueden. Con el debido respeto a los usos de la soldadesca y el músculo quieto ante los sagrados preceptos del Corán. Pueden seguir lapidando mu-. jeres los señores de la guerra: los diarios de Occidente disponen cada día de una portada muy blanca.
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