Reflexiones de verano
Un verano más volví a España para pasar unos días de descanso. Gracias a mi hermano tuve la posibilidad de presenciar unas pruebas en el estadio Olímpico, y encontré Barcelona aseada y embellecida por las obras realizadas con el dinero del erario público. Luego nos fuimos a la costa valenciana, donde eché de menos la mano voluntariosa y generosa del Estado que tanto había hecho por Cataluña. Pero mi indignación fue mayor cuando decidimos cruzar la Península a la búsqueda de la frescura del océano Atlántico. Para ir a Lisboa fuimos por carreteras nacionales o comarcales, y vimos la realidad de un país que se esconde detrás del decorado de los Juegos Olímpicos, de la Exposición Universal y de Madrid Capital Cultural.
Muchos de los pueblos y de las ciudades que cruzamos por el camino eran pobres, y para ellos las palabras "calidad de vida" suenan tan poco como "convergencia económica". Cuando digo calidad de vida no me refiero a un mayor consumo de bienes, pero sí a una mejor calidad de la vivienda, de tener calles
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aseadas y asfaltadas, aceras, bancos para sentarse y charlar, árboles, plantas y flores adornando las casas y las calles, bibliotecas públicas, parques por pequeños que sean, alumbrado público, y, sobre todo, menos olvido. Porque los pueblos que cruzamos estaban solos, bajo ese duro sol de Castilla que no perdona ni la pobreza.
Sin duda, no existen soluciones milagrosas, pero mejoraría el día a día de todos si el Estado de la nación dedicara más atención y medios en educación, ya que sólo la cultura puede sacar del olvido y del mal vivir a esos pueblo enmudecidos. A su vez, sólo la cultura hará responsables y dignos a los gamberros de las fiestas de Bilbao o a las madres, que tiran por la ventana del coche los pañales usados de sus bebés. Aprovecho la presente para señalar que estoy totalmente de acuerdo con el señor J. A. Colmenar García, de Madrid, que escribió una carta muy simpática sobre Portugal (EL PAÍS, 26 de agosto).-
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