Carnaval

Todo el mundo tiene un fascista dentro agazapado. También en el interior de cada persona habita un liberal, un moralista, un rebelde. Las entrañas del ser humano están pobladas de sombras, máscaras y peces negros que constituyen nuestra identidad secreta, aunque por fuera sólo un rasgo nos define: ése que llevamos sin pudor al bar o a la oficina todos los días. Ahora es carnaval y pasan las comparsas. De su víscera más recóndita saca hoy la gente piratas, reyes, mendigos, sultanes, mariquitas, apaches o cardenales, y algunos creen que con esos disfraces se liberan los fantasmas que dormían en nuestra propia tumba. Este viento morado de febrero trae igualmente en su memoria los jirones todavía de aquel cortejo donde el diablo abría el desfile portando un gato muerto en la punta de una caña, y en el mismo séquito aún va ese niño que luego fue pionero y falangista, creyente y_réprobo, soldado bravo y desertor, burgués y navajero, siervo y revolucionario. También componen la cabalgata caballeros mutilados con medallas, cuerdas de presos, colas de racionamiento, paradas militares y orquestas que tocan boleros de amor. Pero en este carnaval de 1991 otro viento se ha cruzado llevando en su seno el hedor de una guerra que nadie puede soportar sin ponerse una máscara. Para esta danza de la muerte cada uno ha elegido de su arca enmohecida uno de los disfraces que guardaba allí, aunque los demás lo ignoraban. Por eso se han producido tantas sorpresas en el gran baile de este año. Aquel que iba de bondadoso donante de sangre se ha revelado como un fiero partidario de la matanza de árabes; el amigo que fingió ser un fino demócrata aplaude los bombardeos en masa; el que ayudaba con ternura a un ciego a cruzar la calle se ha hecho experto en misiles; el viejo anarquista pide a gritos más petróleo; los frívolos estetas han cogido el látigo de los moralistas. La pestilencia que llega del desierto nos ha forzado a exhibir una máscara bajo la cual ha crecido el monstruo que habíamos alimentado.
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