El regreso

Mi jefe me mira mal.La ciudad está llena de polvo, de baches, de agujeros, de obras. Salgo de la oficina y me atasco, junto a otro medio millón de pringados como yo, ante el cañón del Colorado que las excavadoras han abierto en la avenida principal de la ciudad. Las hormigoneras rugen justo en mis oídos, los martillos neumáticos martillean, abro la boca para imprecar al destino por el tráfico y se me asfalta de polvo la laringe. El sol, que el mes pasado, cuando estaba de vacaciones en la costa, era una bendición y una caricia, recalienta ahora la vieja chapa de mi coche y mi paciencia. Me achicharro.
Tampoco la crisis del Golfo parecía, en agosto y desde la perspectiva de la playa, una calamidad tan horrorosa. Ahora, en cambio, me tiene despellejado el ánimo. Y encima no acabo de comprender por qué la gasolina sube tanto y por qué nos acosa ya la ruina, cuando han aumentado la producción de petróleo para compensar la pérdida de Kuwait e Irak y cuando todavía no ha pasado lo que se dice nada, ni un tirito ni una guerra pequeña. Pero, claro, uno es un pringado y no se entera.
A mi hija, a quien siempre pirró la biología, sólo le han dado plaza para estudiar Derecho y se pasa llorando todo el día. Mi mujer no me habla desde hace dos semanas (o quizá soy yo quien no le hablo, no recuerdo) y no me han concedido el crédito en el banco. No consigo retomar el ritmo en mi trabajo, la oficina me abruma y me deprime. Mi jefe, en fin, me mira mal: no me sonrió en el ascensor, no me palmeó las espaldas en el bar, no me miró una sola vez cuando, junto con los otros compañeros, nos jugamos a los chinos el café. Esto, que tus superiores te censuren o te desdeñen, es con mucho lo peor: nunca me he sentido tan poco digno de ser querido como cuando pienso que mi jefe no me aprecia.
Y todavía hay quien dice que no es duro volver de vacaciones.
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