La arcilla con las manos

La apariencia inmediata de Rodríguez Adrados es la habitual en un sabio: mira serenamente, como si lo hiciera desde el otro lado, desde una distancia inasible, y cultiva sin querer un cierto aire de despiste. Hasta que rompe a hablar. Improvisa, y es largo pero preciso en lo que dice, y su apoyo fundamental es el conocimiento de la historia del lenguaje. Cultivándolo como un científico ha llegado a ser un creador. Y no es extraño, porque, como él mismo dice, la literatura es la culminación de la lengua, y el trabajo continuado con el lenguaje convierte el producto de ese ejercicio en una obra de arte.Hace un mes, cuando estuvo en España Ernesto Sábato, tuvo que hablar del escritor y sus ficciones. Delante de un auditorio que rebosaba, el filólogo, que desde hoy es académico, lanzó una mirada breve y profesoral, se concentró en el pasado de su conocimiento y partió de la etimología: ficción viene de fingo-fingere, y su prolegómeno no es otro que el verbo que significa trabajar la arcilla con las manos. Como si el latín le hubiera concedido el poder de la inspiración, la suya fue ya una carrera imparable hacia la ensoñación que produce el placer de saber. Viajó hasta Homero, situó en su sitio la invención de la novela -"un mito imbuido de historia"- y concluyó con lo que acaso es el centro de su enseñanza como creador y como científico: la propia lengua es ficción.
Esa sabiduría interna de filólogo que no ha dejado de ejercer su magisterio no le ha impedido ser un ciudadano contingente, y habitualmente reflexiona, en la Prensa o en las aulas, sobre lo que pasa todos los días. Es un hombre vivo, acaso porque trabaja con el material más vivo de todos: la lengua.
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