Esfera

Todas las navajas son la misma navaja, y las heridas, cálidas o frías, que ellas infieren al prójimo forman una sola herida. También todas las semillas están conectadas entre sí, pero las más vigorosas germinan en las tumbas. Todas las calles son a un tiempo las de Nueva York y las de Calcuta, en las cuales se superponen leprosos y clientes distinguidos de la joyería Van Cleef, mendigos brahmanes y abuelas color de rosa. Al salir de casa por la mañana cualquiera debe encontrar en la acera un cubo de basura lleno de esmeraldas, y luego el restaurante donde uno devora la inocencia del lechal puede saltar por los aires a causa de una injusticia que sucede en Nueva Caledonia. Mientras todas las estrellas del universo coinciden en tu corazón, las caricias de hombres y animales tejen una red sobre la Tierra, y sus lágrimas alimentan un único caudal. La unidad del ser constituye una cárcel en forma de esfera, sin escapatoria. Encerrado en ella, te conviertes en un leve conglomerado de química después de haber sido un héroe del suburbano. No existe posibilidad de eludir esta historia de terror. Dentro de esa esfera, contigo, un número insondable de criaturas se aman, se acuchillan, celebran fiestas y venganzas, ejercen la muerte, y todas creen que realizan actos singulares, pero de modo inexorable la esfera se va reduciendo lentamente alrededor de sus cuerpos y cada vez estos actores tienen menos espacio para fingir, menos resquicios por donde huir, y así se ven forzados a fundir sus gestos, a entrelazar el odio, a intercambiar las navajas, a compartir las heridas, a acariciarse en compañía de las fieras bajo el espesor de la misma carne. La esfera aún se constriñe más buscando su propio centro metafísico, y hacia él arrastra a todos los seres después de haberlos aplastado. Llega un momento en que los sentidos desaparecen y sólo resta la espantosa memoria de haberlo sido todo a la vez: un leproso en Calcuta y un cliente de Van Cleef, ambos enterrados en la misma tumba que desarrolla otras semillas idénticas.
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