Contra la indiferencia
NI LAS noticias que periódicamente nos recuerdan la continuidad de la larga huelga de hambre de los miembros de los GRAPO encarcelados ni las dramáticas fotografías de sus esqueléticas figuras difundidas por la prensa consiguen conmover al grueso de la opinión pública. Sin embargo, la posibilidad de que otros huelguistas pierdan la vida en las próximas semanas, quizá en un goteo similar al de los activistas norirlandeses en 1981, ha pasado a convertirse, tras el fallecimiento de Juan Manuel Sevillano, en una hipótesis no sólo verosímil, sino probable. De ello -y de sus eventuales e indeseables efectos en otros terrenos- ha sido consciente la Asociación Pro Derechos Humanos, que ante la falta de respuesta a sus propuestas de mediación ha tomado algunas iniciativas orientadas a intentar desbloquear la situación. De otro lado, tal vez la concentración en el hospital penitenciario de Madrid de algunos de los presos considerados más influyentes anuncie -pese a la negativa rotunda expresada ayer por la portavoz del Ejecutivo- que en algunos medios gubernamentales comienza a abrirse paso la posibilidad de una flexibilización de posturas.La indiferencia de la opinión pública se explica no sólo por el memorial de crímenes de los GRAPO, sino por el cinismo de la formulación con la que sus portavoces vienen planteando el dilema suscitado por esta forma extrema de protesta: si muere alguno,- se dirá que se trata de un asesinato con alevosía, y si se impide la muerte, como lo intentó el médico zaragozano asesinado, se alegará que es un claro caso de tortura y se justificará la represalia criminal. Se trata de no dar salidas.
Que alguien con influencia en las conciencias de los activistas encarcelados está deliberadamente buscando más muertes es una evidencia. Como lo es que, en tal caso, sólo esas personas serían responsables de este resultado. Pero ello mismo debería servir para intentar un desenlace diferente. De poco sirven ahora los debates retrospectivos sobre lo que pudo -y tal vez debió- hacerse y no se hizo. La realidad es que, con o sin alimentación forzosa, y ésta con o sin pérdida de la consciencia, los huelguistas mueren, cumpliéndose así los designios de los que ordenaron la huelga. Por otra parte, es casi seguro que si los futuros muertos pertenecieran, por ejemplo, a ETA y no a esa secta marginal, el temor a desbordamientos emocionales en el País Vasco habría inspirado ya alguna iniciativa diferente a las hasta ahora ensayadas para desactivar la huelga de hambre.
El dilema moral planteado por esta forma de protesta deriva del chantaje implícito que supone que alguien coloque su propia vida en uno de los platillos de la balanza. Sin embargo, su identificación con el suicidio es discutible. Sobre todo porque no se trata de una decisión individual y libre, sino inducida y adoptada en las condiciones más contradictorias con la libertad de elección. Inducida por unos jefes que buscan publicidad para sus delirios y que se aprovechan de la indefensión en que se encuentran los presos para imponer sus designios, y asumida por personas que en caso de oponerse se verían marginados del que consideran único círculo de relación humana a su alcance. El carácter de secta singularmente cerrada y endogámica de los GRAPO agudiza este último factor. Pero esa singularidad debería ser tenida en cuenta a la hora de plantear la estrategia de reinserción que se evoca como justificación de la dispersión de los grapos, esgrimida a su vez como coartada por los huelguistas.
No es seguro que una actitud más flexible por parte del Ministerio de Justicia sirva para favorecer la reinserción, ni siquiera ya para interrumpir la huelga o impedir más muertes. Pero es aún más improbable que una actitud de intransigencia simétrica a la de los terroristas vaya a desgastar su fanatismo. El objetivo de la reinserción es, en el caso de los grapos, inseparable del de ruptura del aislamiento respecto a la sociedad en que se asienta toda secta.
Una negociación en regla como la que desearían los jefes de los huelguistas está descartada por los riesgos que supondría el establecimiento de tal precedente: mañana podrían acogerse a él otros terroristas para reclamar no ya el fin de la dispersión, sino quién sabe qué reivindicaciones. Cualquier planteamiento que desde el candor o la falsa buena conciencia pretendiera ignorar ese riesgo sería irresponsable. Pero también lo es confiar en que el mero transcurso del tiempo impida el desenlace irlandés que pretenden los que han condenado a muerte a sus huestes. Una mediación por parte del Defensor del Pueblo o alguna institución humanitaria -por ejemplo, ante los familiares de los huelguistas- podría ser útil y oportuna sin por ello comprometer gravemente los principios del sistema. Sin olvidar que la moral democrática de un sistema con fortaleza incluye, en determinadas circunstancias, la posibilidad de la cesión o la concesión. O, si se prefiere decirlo de otro modo, de la piedad.
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