La última baza
LA VÍA judicial se ha convertido en la última baza que les queda a las víctimas del síndrome tóxico -los familiares de las 401 personas oficialmente fallecidas y los más de 20.000 afectados fisicos y psíquicos- para conseguir que el Estado les indemnice por los daños derivados de una tragedia que, sin duda, fue propiciada por un defectuoso -y es posible que hasta negligente- funcionamiento de los controles administrativos en la comercialización del aceite de colza envenenado. Esta posibilidad ha quedado abierta, al menos, con la decisión judicial de sentar en el banquillo a cinco antiguos cargos de la Administración estatal ucedista y a otros cinco de la Administración local de la época en que se desencadenó la epidemia (primavera de 1981) por indicios de negligencia en el proceso de importación del aceite de colza, en la autorización para su consumo y en el control de su venta ambulante.Entre las muchas incoherencias y torpezas cometidas en la resolución de los problemas de todo tipo producidos por la tragedia del síndrome tóxico, una de las más llamativas ha sido la obstinación de los gobernantes -los de UCD, primero, y los del PSOE, después- en negar todo tipo de responsabilidad de la Administración del Estado en su aparición. La evidencia de que sólo en un clima de omisiones administrativas era racionalmente explicable la eclosión de una tragedia de esa magnitud ha sido una y otra vez rechazada por los responsables políticos. Esta actitud ha bloqueado las iniciativas de carácter legislativo para que el Estado asumiese, mediante ley, la responsabilidad que le pudiera corresponder y fijase unas indemnizaciones razonables a los afectados. De modo que lo que pudo ser una propuesta autónoma del Gobierno y del Parlamento para dar cumplimiento a un compromiso de solidaridad con las víctimas, no será, en todo caso, sino colofón obligado e insoslayable de un proceso penal.
Sin duda, los afectados encontrarán un pequeño consuelo en constatar que todavía -a los nueve años de la tragedia- existe alguna esperanza para ellos de acceder a una reparación económica y que la vía judicial, aunque lenta, es la única que, a la postre, no les está vedada del todo. Algo es algo en medio de la desesperación que sentirán quienes ven cómo sus derechos penden de la hipotética condena de unos funcionarios y de que el Estado sea declarado responsable civil subsidiario. Todo lo cual no hace sino poner más en evidencia las carencias institucionales con que fue abordada la tragedia que asoló España en la primavera de 1981.
La situación límite en la que, después de tanto tiempo, siguen encontrándose las víctimas del fraude criminal es una denuncia en toda regla de la falta de sensibilidad de una Administración que se ha lavado las manos en un asunto en que su responsabilidad política era evidente. Pero también plantea graves interrogantes sobre la actuación de la justicia en un proceso de tan fuerte impacto social como el de la colza. A la exasperante lentitud de la maquinaria judicial se ha añadido en este caso la decisión de desglosar la causa en dos sumarios: el de los industriales culpables directos de la tragedia, sentenciado hace ahora un año, y el de los cargos administrativos que, mediante omisiones o consentimientos, la propiciaron. Con lo cual se ha seguido hurtando a las víctimas, todavía por más tiempo, el posible derecho a una pronta indemnización. La insolvencia patrimonial de los aceiteros condenados ha frustrado la percepción de la indemnización que les era exigible, de modo que la del Estado es la única que sigue estando al alcance de los afectados.
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