Y el planeta bostezó
La ceremonia de entrega de los Oscar, dispersada este año en sus cinco continentes, hizo bostezar en la madrugada de ayer a este viejo planeta curado de asombros. Pero el mérito del asunto está ahí y no hay quien lo niegue: si los entretenedores profesionales de Hollywood se proponen que la Tierra deje de dar vueltas sobre su eje durante una madrugada, larga como una glaclación, lo logran. Son dueños del mundo y han mostrado por qué.Pero sus gracias se quemaron vivas en el alarde. El espectáculo del Dorothy Chandler Pavillion, aunque llegaron a contemplarlo los pobladores de la galaxia de Andrómeda, fue una filigrana técnica tan memorable como memorable fue la chapuza estética que llevaba dentro. Presentado por un chistero profesional, Billy Cristal, con menos gracia que Bob Hope roncando, y cuvos chistes eran tan caseros y provincianos que no los entendían sus traductores, pero que en camblo mondaban de risa a sus cosmopolitas colegas presentes, convirtieron al lujoso conglomerado de famosos que lo arroparon en una sucursal de Marte, considerado este plancta como aldea.
Los tremendos saltos de la cámara-canguro a Sidney, Londres, Moscú, Buenos Aires y Tokio -es decir, a las mismísinias Cuatro esquinas del planeta fueron una joya de afinamiento de los sistemas de comunicación vía satélite, pero sirvieron para dar cauce y comunicar a un mundo insomne no alguna esencia de esas antípodas, sino el puro accidente intercambiable del interior de un teatro o de un rincón de cualquier ciudad de cualquier parte. Tan aparatosas y perfectas conexiones cósmicas podrían haberse realizado a un par de barrios contiguos a Hollywood y el pego hubiera superado en verdad a la verdad. Mal asunto que en un acto televisivo en directo lo real haga añorar lo fingido y que un documento en vivo siembre nostalgia del buen amaño de una buena puesta en escena.
'Happy birthday'
En especial, la conexión con Tokio -con el atribulado orgullo del samural Akira Kurosawa pidiendo que la tierra se lo tragase cuando el universo entero comenzó a honrarle con un palurdo y desafinado Happy Birthday de vergüenza ajena- fue literalmente penosa. Y si el año pasado hubo airadas protestas formales de eminentes miembros de la Academia de Hollywood -Billy Wilder y Gregory Peck entre ellos- por la insoportable zafiedad del show montado de paredes adentro, pero sin que la sangre llegase al Pacífico, este año en cambio, por el ridículo que entraña tal metedura de pata de paredes afuera, puede llegar.
Tan ostentoso esfuerzo técnico -propio de nuevos ricos y, no de viejos riquísimos, que es lo que son los dueños de este despliegue anual- puesto al servicio de la pereza imaginativa que condujo el espectáculo, da idea de un enorme esfuerzo desaprovechado, de un derroche de medios que no se notó materialmente en la pantalla, lo que vulnera la más sagrada de las leyes del sistema de producción de la casa.
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