Conductores
Que vivimos en una civilización donde los cambios en todos los ámbitos se suceden a ritmo vertiginoso es cosa sabida. Que objetos como el televisor y el automóvil, que patentizan la posibilidad de movimiento, sean fetiches de tal civilización es congruente con ello; ya se sabe, el ser social determina la conciencia. Y ésta se extravía también velozmente entre espejismos. Así, ambos fetiches se convierten en signos de posición a los que acompañan una mentalidad y una estética que conciben como valor positivo cierto dinamismo asociado a la ostentación de velocidad, agresividad y alocanúento. El conductor sumido en esta óptica fácilmente asocia el supuesto y estimado dinamismo a la imprudencia y la chulería. No es ajeno a ello que estas características sean masivamente vendidas en los mass-media a través de una publicidad que oferta insistentemente en la conducción velocidad, volantazos, derrapes, el jugar duro y hasta las fiebres que suben.Sin embargo, los casi cerca de 200 kilómetros por hora ofertados son ralentizados en seco en los mediocres atascos de cada día. A nuestro conductor le sube la fiebre. En realidad, el conductor suicida y homicidamente imprudente no es sino el dócil consumidor que ha aceptado gustoso que su libertad se halla en el acelerador. ¿Puede extrañar que un muy alto porcentaje de jovencísimos conductores formados en este paisaje mental esté implicado en graves accidentes?
Con sobrada razón se insiste en el deficiente estado de las carreteras, pero se omiten los beneficios que el Estado y la industria del automóvil obtienen de la extensión de esta consumística y peligrosa mentalidad a la que nos estamos refiriendo, la cual constituye un ejemplo más de la hortera hamburguesización del país. Por otra parte, sería interesante contar con un estudio comparado del apoyo y los déficit de la política estatal frente al transporte por carretera y por ferrocarril, forma de transporte ésta potencialmente mucho más eficaz, solidaria, barata energéticamente, mejor conservadora de la naturaleza y, ¡ay!, segura.-
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