La guerra
Una de las pesadas cargas que han caído sobre este reino es la asociación del verano con la superpoblación, el calor con el hacinamiento. No en todas las naciones es así. Precisamente el que nuestras playas se llenen de extranjeros hace suponer que las colinas y costas de otros ámbitos pierden demografía y es más gozoso pasear en el estío.En realidad, la idea que aquí se tiene del verano no acaba, desde hace tiempo, en un conglomerado de luz, altas temperaturas y un intervalo ocioso. Junto a esta evocación se encuentra la experiencia de las carreteras atestadas, las urbanizaciones astrosas y unas orillas donde bullen los niños y los muslos de las señoras casadas. Toda esta masa de cuerpos, francamente decepcionados ante el encuentro de otras muchedumbres igualmente desaliñadas, va configurando la visión del verano. No importa con qué espíritu cada familia afronte la decisión de acudir a un paraje seleccionado entre opciones modestas. De antemano se conoce que el traslado los situará en un lugar donde el número de refugiados con quienes habrán de convivir será desorbitado y las condiciones para amar a la humanidad prácticamente inexistentes. No es así en todos los países de este mundo ni lleva camino de serlo. La circunstancia de que España sea un proverbial lugar turístico no ha logrado determinar que los otros tiendan hacia esta pródiga naturaleza., incursa ya en la patología.
En los supuestos de la OTAN se halla que el suelo español desempeñe una importante función de retaguardia, debido tanto a su particular ubicación como al número de plazas hoteleras, capaces de albergar a centenares de jefes y cientos de miles de heridos o evacuados. La previsión se refiere al tiempo de un conflicto pero, a lo que se ve, y en tanto llega esta excepcional desgracia, los turistas hacen el simulacro. En las penosas caravanas de vehículos, en los movimientos de enseres y parientes, en las espesas acampadas o en los racimos de muertos del camino se representa, año tras año, la terrible vaharada de la guerra.
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