Harvard
La universidad de Harvard antes y ahora, con motivo de su 350º aniversario, recibe elogios sobrenaturales. No faltan, con todo, mentes lúcidas, dorados y gloriosos habitantes de aquellas cátedras que en la penumbra del Faculty Club sonríen ante tamaña adoración. O bien descreen de los altos merecimientos históricos del centro o bien murmuran que no es ya lo que era. El mito, sin embargo, sobrevive, y a mi juicio se encuentra en parte amparado por la magnificencia de sus retretes. Se ha hablado poco del valor que para cualquier entidad que ambicione ser citada internacionalmente representa el cuidado de los sanitarios. Harvard es un ejemplo eximio. No importa que por allí crucen decenas de miles de estudiantes, profesores y administrativos; la pulcritud de los lavabos es total y las inversiones en loza y grifería de: primera calidad, atenciones de mantenimiento y pintura interior configuran un marco de evacuación incomparable.Ciencia pura. Harvard sabe que el enaltecimiento del individuo no se obtiene sólo mediante sus actos públicos. Formarse en el sentido de un ser excepcional requiere también la autoestimación del propio excremento. Nada, por ejemplo, denigró más al cuerpo jurídico español que el antiguo uso de los bares madrileños en la calle del Marqués de la Ensenada. Y el caso podría extenderse a incontables ciudadanos y académicos del mundo forjados en mefíticos aseos sin papel higiénico. La buena consideración que se alcanza sobre uno mismo es por lo general tan frágil y efímera que basta un recinto de mazmorra, en momentos críticos, para perder la estimación del yo. Es del todo inviable formar elites auténticas sin protegerlas de estos trances. El grado de nobleza de uno mismo empieza a medirse desde lo más bajo. Sensible a esta verdad, la China del siglo XIX entregaba a los usuarios de los retretes públicos al menos un sapeck por sus donaciones fecales. Un sapeck es poco para un estudiante de Harvard. A cambio, los encarga dos de la limpieza de lavabos tienen el aspecto de un personal de confitería, y en la memoria mítica el conocimiento lúcido tiene el brillo de la porcelana.
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