La batalla de las lenguas
El título del editorial La batalla de las lenguas no parecería muy afortunado si lo que intentase fuera "evitar dramatismos y tensiones y potenciar la riqueza lingüística de España", virtudes que se le atribuyen en el artículo al fallo del Tribunal Constitucional. Sólo el referente bélico del término batalla nos recuerda a muchos de los que integramos esos "pueblos bárbaros e naciones de peregrinas lenguas" de las que habla Nebrija en el prólogo de su gramática otro pasaje de dicho prólogo, en el que ofrece su obra "como una espada más para el imperio".Al parecer, los juristas del Tribunal Constitucional, a instancias del jacobismo tardío del Gobierno socialista, están dispuestos a continuar tal misión civilizadora, y ahora con el aplauso de los cenáculos políticos y de la cultura, que a finales del siglo XX no logran aún desprenderse de los paradigmas ganivetianos de lo español.
Por lo visto se sigue tratando de confundir molinos con gigantes, pero esta vez detrás de la simulación del genial hidalgo no es difícil distinguir la burda estampa del bachiller Sansón Carrasco: el castellano con su maravillosa aportación a la cultura humana, la lengua de Garcilaso, Góngora, Quevedo, Lorca, Borges, etcétera, idioma oficial de numerosos Estados, hablado por 300 millones de personas sobre el planeta, no se bate en Puerto Rico, ni en la frontera de México, sino que vuelve sus lanzas sobre el enemigo interior.
No es preciso ser un experto en sociolingüística para saber que librar al gallego, al vasco y al catalán a la voluntad gratuita e individual de sus hablantes actuales, mientras se mantiene la obligatoriedad del conocimiento del castellano, dista mucho de ser una posición honradamente bilingüística o de protección de las lenguas minoritarias.
Yo lamento que el tiempo y las circunstancias no me permitan ser un indiano gallego enriquecido que como muestra de gratitud a tan alto tribunal encargara a Julio Romero de Torres un retrato que inmortalizara a cada uno de sus miembros- Enrique Guillermo Albor. .
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