Hacienda pública, oficina electoral
CON UNA decisión basada en las fechas de la celebración de elecciones generales, el Gobierno ha decidido ampliar, del 20 de junio al 5 de julio, el plazo para declarar los impuestos sobre la renta y el patrimonio. La explicación oficial de la medida, adoptada tina semana después de abrir las delegaciones de Hacienda a los cerca de siete millones de declaraciones esperadas, ha radicado en que el Ejecutivo desea evitar la coincidencia entre los últimos días de campaña electoral y esta ceremonia anual de rendición de cuentas. O, lo que sería lo mismo, el Gobierno quiere soslayar, ante los comicios, la enrarecida atmósfera que, año tras año, se crea especialmente entre los que ingresan su dinero por nómina, con el pago de este tributo. Al margen de que efectivamente no sea grato pagar impuestos, existe una extendida creencia popular de que el sistema actual fiscal dista de ser equitativo, está lejos de cumplir fines redistributivos y carece de la suficiente transparencia sobre el destino de los fondos. La conciencia añadida de que la defraudación sigue siendo considerable entre los niveles de rentas altos y con origen en el capital, inducen, en conjunto, un malestar político que, sin duda, no conviene hacer coincidir con los mítines electorales de los gobernantes.De nuevo, pues, escondiendo componentes partidistas bajo alusiones al interés electoral, en general, los socialistas gestionan el tiempo en su provecho. Por otro lado, hacen esto, contradiciendo lo que en el pasado fue una de sus vindicaciones. Así, frente a los últimos gobiernos de UCD que modificaron sucesivamente los plazos de la declaración, atribuyeron fechas distintas según los apellidos o prorrogaron ante los atascos las fechas límite, el primer ministerio de Hacienda socialista estableció, desde 1983, una disciplina que parecía inquebrantable. Pero ya se ve, sin embargo, que no lo era.
Sin ignorar que la ampliación hasta primeros de julio es absolutamente legal y que, por autorización de un decreto de marzo de 1985, una orden ministerial habría bastado para tomarla, no pueden, sin embargo, obviarse sus efectos. Argumentar sobre la base de la coincidencia de días entre los comicios y el pago de tributo, no es bastante. En junio de 1977 se produjo esta coincidencia sin que la ciudadanía sufriera de esquizofrenias graves. Otros factores, por el contrario, habrían hecho conveniente, en atención a la salud informativa, conservar, precisamente este año, el calendario fiscal. Para este ejercicio, por ejemplo, el Gobierno ha anunciado reducciones de tarifa en el impuesto sobre la renta que, según sus cálculos, afectarán a más de un 60% de los contribuyentes. Habría sido bueno, por tanto, que el propio contribuyente, tendente siempre a liquidar en los últimos días, comprobara efectivamente esa prometida rebaja antes de emitir su voto.
Que ahora vea disminuida esa oportunidad, da ocasión a pensar que el propio Gobierno desconfía de su reiterado compromiso consistente en no aumentar la presión fiscal individual y elevar, en cambio, la recaudación mediante la lucha contra el fraude. En este sentido, mueve también a la suspicacia -y probablemente a la irritación-, que los responsables de Hacienda mantengan todavía inédito el último informe del Instituto de Estudios Fiscales, según el cual un 51,1% de las rentas escapan al fisco y, por contraste, el mejor cumplimiento de las obligaciones tributarías durante el primer bienio socialista haya procedido exclusivamente de los asalariados con nómina controlada.
El Gobierno, al parecer, ha encontrado suficientes motivos para disminuir las posibles reflexiones adversas de los electores en tiempos de elecciones. Pero ese es su interés. El interés de los electores más bien habría sido conocer total y efectivamente, mediante la liquidación antes del 20 de junio, con qué grupo político se juega los cuartos dos días más tarde. Una oposición presentable habría hecho bien en insistir sobre este beneficio ciudadano, en lugar de gastar demagogia en propuestas como la amnístia fiscal o como la de una imposición sobre el gasto, cuyo modelo, altamente injusto, hace años que fue experimentado y desechado en países del tercer mundo.
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