The Crusaders reunieron a 8.000 personas en el Festival de Jazz de San Sebastián
La actuación, en la noche del viernes, de The Crusaders, que ocuparon la cuarta sesión de este XVII Festival de San Sebastián, se presentaba como el número fuerte de la presente edición y lograron llenar un poco más (7.000 u 8.000 personas) el velódromo de Anoeta, local, por otra parte, muy necesitado de un estudio acústico detenido, porque en medio de tanto lujo de escenario, cortinas y sillas plegables, no es de recibo que el comienzo de un concierto resulte tan cercano a lo inaudible.
La verdad es que dicho concierto no me pareció redondo. Quiero decir que su contenido estuvo mal administrado, que la imagen no estuvo clara en aquel contexto, que había demasiadas lagunas. La principal, un fuerte formulismo. Los Crusaders son de lejos el grupo de jazz que mayor éxito comercial ha conseguido en los últimos años. Un éxito que basado en una capacidad instrumental reconocida y en unas composiciones que reunían sin esfuerzo el funky con retazos sinfónicos y una base generalmente jazzy. Son perfectos para bailar o para escuchar, pero su trabajo ha devenido peligrosamente en una suerte de placer musical sin riesgo aparente, que no desagrada pero tampoco emociona. Y así fue discurriendo el concierto con una pequeña desorientación por parte del respetable, algo comprensible porque tan pronto Joe Sample trataba de emular a los maestros europeos del gran piano, como se ponía el eléctrico por montera y lanzaba unos acordes desbaratadores, o Wilton Fellder, que de vez en cuando parecía tocar el saxo por obligación y otras resultaba tórrido e incandescente. O Stix Hooper, marcando fiereza con su batería o haciendo un solo algo raro de redobles cuarteleros. Y así, Barry Finerty, un estupendo guitarra más en la cuerda de Clapton o Hendrix que en la de Wes Montgomery. Y el bajo Eddy Watkins, funky total, un superdotado, dicen, del instrumento.
Bailando con Rena Scott
El concierto deambulaba un poco por el plácido desierto de lo que se sabe rentable y los ramalazos de sensibilidad instrumental que esta gente puede lanzar a la cara en cualquier momento. Como además era obvio que se lo trabajaban (el concierto duró casi dos horas y media), el variopinto personal ni protestaba, ni se volcaba en aclamaciones desinhibidas, no sabía si bailar, si dejar de hacerlo, si irse a por una coca-cola, o en fin, si quedarse quieto y escuchar sin más.Sólo al final pudo arreglarse aquello, dando la clave para todo lo anterior. Fue cuando apareció en escena la cantante Rena Scott, una negra blanca con el pelo rubio y una falda y unos movimientos exquisitamente ajustados. No es, que fuera nada del otro mundo, pero era auténtica, y a partir de su salida el grupo enfilé un tranco final descaradamente rock que acabó con lo que suponemos el long call women de los Hollies. La gente tenía que bailar y acabó haciéndolo. Dejándose llevar un poquito y olvidando que se encontraba en todo un festival de jazz. Ahí se definió y se salvó el concierto.
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