Discrepancias sobre la decisión judicial

Discrepar no sólo es un derecho; en ocasiones la discrepancia forma parte de los deberes de los ciudadanos ante las decisiones y resoluciones adoptadas por el poder, sea éste ejecutivo, legislativo o judicial. Así, se discrepa de los acuerdos del poder ejecutivo, incluso se critican sonoramente sus actos con argumentos, no siempre sólidos. De igual manera, las decisiones del poder legislativo son, con frecuencia, causa de feroz enfrentamiento, dura crítica y abierta oposición a considerarlas adeudadas. El nombramiento de un cargo público o la aprobación de la ley de Divorcio son, en uno u otro caso, ejemplos contundentes. Pero resulta que frente a las resoluciones, acuerdos y decisiones de uno y otro poder cabe, por regulación constitucional, el derecho a la manifestación pública de discrepancia.Por lo que al poder judicial respecta, se ha corrido un tupido velo. Al amparo de la independencia de los jueces y magistrados, reconocida en el artículo 117 de la Constitución, se ha impuesto como un tabú mágico la imposibilidad de opinar acerca de las decisiones judiciales. Hora es ya de expresar claramente el derecho a la discrepancia, de poner las cosas en su sitio y explicar, con claridad, que decir que una sentencia nos parece buena, mala, regular, exagerada o benigna es un derecho de los que, en una forma u otra, formamos parte del complejo universo de ¡ajusticia española, y no sólo en nuestra calidad de abogados, sino incluso en la de ciudadanos defensores de la Constitución y respetuosos de las instituciones por ella configuradas.
Sentencia contradictoria
Viene todo esto a cuento porque el Juzgado Central de Instrucción número 5 ha procesado a José María Mohedano, mediante auto del pasado 3 de febrero, por un posible delito de desacato en base al primer resultando del auto, que dice textualmente: "Que José María Mohedano Fuertes, de 33 años de edad, el miércoles 7 de octubre de 1981 fue llamado a declarar por varios periodistas a su despacho para preguntarle su opinión sobre la sentencia en la que se condenaba a José Luis Martín Merino a ocho años de prisión como autor de un delito de homicidio contra Andrés García y se acordaban otras penas y absoluciones para diversos procesados.
Uno de los periodistas que llamó fue el señor Miralles, al cual le manifesté, entre otras declaraciones, que la Sección Cuarta de la Audiencia Provincial aplica la ley penal con gran rigor y que esta sentencia era contradictoria con esa línea, porque se aplicaba con mayor benignidad en un caso que, además, se refería a la delincuencia de extrema derecha, manifestando a continuación que dicha sentencia no contribuía a favorecer la credibilidad de la Administración de justicia".
Desgraciadamente, el procesamiento de José María Mohedano por una crítica respetuosa de la Administración de justicia no es el primero de nuestra transición democrática. No hay que irse muy lejos para contemplar cómo, de manera taxativa, el articulo 20 de la Constitución dice que: "Se reconoce y protege el derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción", sin otros límites que el respeto a los derechos reconocidos en el título I de la Constitución.
Sería realmente inaudito en una sociedad democrática que las sentencias dictadas por jueces y tribunales no fueran comentadas, criticadas e, incluso, denunciadas. Precisamente, el objeto de los recursos ante el Tribunal Supremo es la discrepancia. Pero hay más: no se concibe una publicación jurídica sin comentario de sentencias, comentarios que con frecuencia tienen una elevada dosis de crítica. La misma crítica es práctica común en las enseñanzas del derecho en todas las facultades y básicas de los seminarios de derecho de todas las cátedras universitarias. Por no citar más casos, es inagotable la jurisprudencia al respecto. Todo ello lleva a concluir la licitud de la crítica y el derecho a la disconformidad.
Otros órganos, comúnmente considerados como más estrictos, han expresado con claridad esta circunstancia. Hasta el fiscal militar, en la causa por la que se condenó al capitán Miláns del Bosch por llamar cerdo e inútil al Rey, expuso en sus conclusiones: "Es lícito discrepar de la conducta o del pensamiento de las autoridades, pero nunca es lícito manifestar esta discrepancia con frases soeces". (EL PAIS, 26 de enero de 1982.)
Dando por aceptado lo anterior, sólo resta preguntarse si la razón del procesamiento se debe a la circunstancia definitoria del delito de desacato: la injuria. Ahí es donde la perplejidad surge. ¿Pueden considerarse injuriosas para alguien las declaraciones anteriormente recogidas? Analizándolas con detenimiento, vemos cuatro componentes en las declaraciones:
a) "La Sección Cuarta de la Audiencia Provincial aplica la. ley penal con gran rigor en los casos de delincuentes comunes", frase altamente halagadora para el tribunal en cuestión.
b) "Esta sentencia es contradictoria con esa línea", apreciación personal que entra dentro de lo lícitamente opinable.
c) "Se aplica con mayor benignidad en un caso que, además, se refiere a la delincuencia de extrema derecha", apreciación que valora políticamente una coincidencia y que, por lo de benignidad, es perfectamente opinable.
d) "Esta sentencia no contribuye a favorecer la credibilidad, que no se puede dar por supuesta, en la que estamos interesados sobremanera jueces, abogados y todo el mundo de la justicia, en unos momentos en que tal poder es atacado frecuentemente y en los que es preciso aunar esfuerzos para demostrar su independencia y rigor".
¿Qué queda, pues? Nada. No queda sino un procesamiento que cuestiona la posibilidad de discrepar. Y ante este hecho, lamentable, sólo nos queda exigir el derecho a la discrepancia, derecho que ampara la Constitución y que debe ser amparado por todos. Y en primer lugar por el poder judicial.
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